domingo, 4 de noviembre de 2012

Apología



Francisco Cervantes de Salazar, en su obra Tres diálogos latinos, en voz de los interlocutores toca un tema que, desde mi punto de vista, sigue siendo actual. El diálogo La Universidad de México trata básicamente sobre la conversación que sostiene Mesa con Gutiérrez. El primero natural de México, el segundo recién llegado de España. Gutiérrez está muy interesado en saber la manera en que se maneja la Universidad en México, trayendo consigo toda su experiencia en cuanto a la organización de las universidades de España, en especial la de Salamanca;  entre todas las cosas que le causan curiosidad pone especial énfasis en el salario de los profesores.

La opinión de Gutiérrez es que hay que aumentarles el sueldo a los profesores, y pagarles tanto como el estado sea capaz de solventar, pues es importante que su trabajo sea valorado justamente, pues de ellos depende la formación de las generaciones de intelectuales que, posteriormente, serán el basamento cultural, social y económico de todo el país. Dentro de este diálogo, se puede inferir fácilmente que los profesores de la universidad se tenían en alta estima, que ser profesor era todo un honor y un orgullo, y que no cualquiera podía ser profesor. Se necesitaba un alto nivel de conocimiento, un dominio total de la materia y un renombre para poder impartir una cátedra, pues en ese tiempo las cátedras se impartían sólo por los mejores.

Actualmente el oficio del profesor se ha visto desvirtuado tantas veces. El estado ya no está interesado en pagar las cátedras impartidas por los mejores profesores. Al contrario, parece que al país le interesa mal pagar a los catedráticos para que éstos busquen impartir su conocimiento en otro país. El valor que se le da a esta profesión está tan devaluado, que quienes poseen el conocimiento prefieren invertirlo en “la industria” antes que en la docencia, y al aula sólo llegan aquellos que, por azares del destino, no pudieron encontrar una forma más “decente” de sobrevivir en este mundo globalizado. De esta manera la educación en el país va decayendo como un avión que, tras perder la fuerza del motor, vuela en picada precipitándose vertiginosamente haca el suelo.

Un país sin educación es un país sin cultura, sin una economía estable, sin un crecimiento sustentable, sin una visión, sin una misión. En fin, un país sin educación es un país sin futuro. Y tal parece que al gobierno le interesa que su gente no esté educada. Tal vez porque la gente inculta no reclama y así los dirigentes del pueblo pueden abusar a su gusto y explotar a sus subordinados cuanto les plazca. Tal vez sea porque un pueblo dormido es más fácil de gobernar. Tal vez sea por negligencia, pues no alcanzan a entrever que su codicia llevará a todo un pueblo a su perdición, o tal vez sí se den cuenta y no les importe. Como quiera que sea, estamos educando una raza de zombis cuyo interés no va más allá del soccer y el dinero. Las matemáticas, la filosofía, la física, la química, la literatura, se han ido perdiendo en textos mal escritos de 140 caracteres.

El gremio de la educación muere de hambre, o vive teniendo a penas lo indispensable, mientras su entusiasmo, sus fuerzas, sus ganas de ver un mejor país se van viendo mermadas día con día, lidiando con grupos gigantescos de muchachos que vuelven sus sueños más sombríos; por otro lado una “mujer” –si es que así se le puede llamar– que se nombra a sí misma la cabeza del gremio va aumentando las tallas de su cintura. Quien puede escapar a todo esto, porque tiene los recursos, recursos que generalmente han sacado del mismo país lleno de gente inculta que les proporciona más y más recursos, buscan adquirir los conocimientos fuera de su propio país. Porque si a los principales afectados no les interesa ¿a quién le va a importar?

Cervantes de Salazar nos deja ver un México que está orgulloso de su universidad, orgulloso de sus catedráticos, orgulloso de sus alumnos que se esfuerzan arduamente por obtener conocimiento. La historia nos muestra que ese México, un país naciente, que apenas comenzaba a gatear, que aún no terminaba de reponerse de la conquista, era un México pujante, con ganas de mostrarle al mundo que, aunque estaba dando sus primeros pasos, los estaba dando hacia el frente. ¿Cuándo se convirtió en héroe quien patea un balón y se comenzó a despreciar al que escribe un libro? ¿Desde cuándo sesenta pulgadas de plasma atraen más miradas que el aula de la universidad?

Podríamos volver la mirada hacia ese México que quería avanzar. Deberíamos volver a valorar a nuestros catedráticos, y empeñarnos en hacer de la educación la principal preocupación de nuestro país. Voltear la vista y ver que por un momento nuestra universidad fue la cabeza intelectual de toda América. Y con ello no estoy sugiriendo dar vuelta atrás, sino mirar hacia atrás para retomar el rumbo antes de seguir dando pasos hacia adelante. Sólo la educación nos ayudará a ver hacia adelante, para que dejemos de caminar en círculos. Un profesor puede tener muchos sueños visionarios, pero con los bolsillos vacíos, y la falta de materia prima de calidad, los sueños no tardan mucho antes de convertirse en pesadillas.

viernes, 8 de junio de 2012

Movimiento ciudadano

En alguna colonia de Iztapalapa hace algún tiempo comenzó a surgir un movimiento ciudadano que no tuvo una gran repercusión, de hecho se olvidó pronto, tan pronto que mucha gente ni siquiera se enteró de su existencia.

Todo comenzó cuando un señor –quien rondaba ya los 35 años–, cansado de los constantes asaltos y demás actos ilícitos cometidos en su colonia, harto ya de quejarse ante la policía y no obtener ningún resultado, decidió hacer algo al respecto. Sin pensarlo mucho se reunió con algunos amigos de la misma localidad y decidieron formar una patrulla civil de vigilancia continua. Al principio era un proyecto sencillo, se instalaron algunas cámaras en secreto y se hizo una red de video que era vigilada las 24 horas por los 15 o 20 participantes del proyecto. Al detectar a alguien sospechoso, o ver algún asalto, robo de automóviles, pelea callejera o lo que fuera procedían a llamar a la policía. Esta tardaba unos 20 minutos en llegar y entonces todo seguía como si nada.

Al ver que su patrulla vigilante no estaba dando ningún resultado favorable, procedieron a conseguir algunas armas. Todo se manejaba en secreto y buscaron ser completamente discretos, algo que, con una excelente organización, lograron. Detectaban a los maleantes a través de sus cámaras ocultas, y desde alguna posición ventajosa les disparaban a matar, sin que hubiera testigos, o evidencia alguna que los inculpara. El hecho dio mucho material a los periódicos amarillistas que gastaban todo su ingenio en nuevos encabezados como “Se echaron otro en Iztapalapa” o “Aparece otro muerto”.

Como un muerto no era nada del otro mundo, la gente común no sospechaba absolutamente nada. Para ellos la vida seguía sin alteraciones. Realmente no se percataban de que la delincuencia había disminuido drásticamente en esa colonia. Simplemente llegaban a sus casas, temerosos como siempre, salían de sus casas igualmente temerosos. Quizá ni siquiera se daban cuenta de que ya ningún vecino se había quejado de que le hubieran robado su celular. Ya no era tan frecuente escuchar “secuestraron al vecino del 32” o “le quitaron su carro a la del 70 mientras lo estacionaba”. Sin embargo el leer en los periódicos que se encontraban nuevos muertos casi cada semana en su colonia, los hacía pensar que podían ser los próximos, porque realmente no sabían de dónde eran esos muertos o por que los habían matado.

Los que sí se dieron cuenta de inmediato que algo estaba mal fueron los maleantes. Sufrieron grandes bajas en sus filas, tampoco se registraban las ganancias habituales. Comenzaron a movilizarse, pero la patrulla vigilante era en verdad muy discreta, así que los delincuentes realmente comenzaron a temer. Ya no querían entrar a esa colonia porque sabían que era peligroso “trabajar” ahí. Lo de menos hubiera sido simplemente dejar a esa colonia libre de delincuencia y mudarse a alguna otra, pero su preocupación iba más allá. Ellos sabían que no era la policía, porque estos, con algunas mordidas, los dejaban actuar libremente. Su preocupación era el “¿Qué tal si se enteran en otras colonias lo que está pasando y nos van cerrando el paso hasta exterminarnos a todos?” Por ello no tardaron en quejarse ante las autoridades.

La policía, al enterarse de lo que estaba pasando, decidió que debían actuar. No podían dejar suelto por esa colonia a un asesino serial, se consideraba peligroso y era importante acabar con él cuanto antes. Así que policías y ladrones actuaron en conjunto. Llamaron a las fuerzas especiales, los policías, disfrazados de ladrones, se metieron a “asaltar” a la colonia. Obviamente con un grupo tan especializado no tardaron prácticamente nada en descubrir el movimiento y erradicarlo por completo.

Los que integraban la pequeña patrulla de vigilancia desaparecieron misteriosamente, jamás se volvió a saber de ellos. En aquella colonia se terminaron los cadáveres semanales y se volvió a los asaltos habituales y no se ha vuelto a saber de otro intento de movimiento ciudadano, ni ahí ni en otra parte de la ciudad.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Atrapado

A veces me da por pensar que puedo meterme en los pensamientos de alguien más. Esa idea vaga va tomando forma lentamente hasta que de pronto… voila! Fue precisamente así cómo llegué a adentrarme en los pensamientos de Sebastián.

Verán, Sebastián es una persona que, desde muy pequeña, tuvo grandes dificultades para relacionarse con el mundo. No es precisamente que haya sido autista, simplemente introvertido. Comprenderán que me fue un tanto complicado poder entablar una relación con él, más una relación que me permitiera entrometerme en sus pensamientos. Sin embargo, una cierta afinidad “electiva” (como diría Goethe) nos atrajo desde el principio. Tal vez Sebastián vio en mí a esa persona que era capaz de entender lo que él pretendía expresar. Trataré de explicarme mejor.

Sebastián fue uno de esos niños curiosos que le dio por preguntar aquellas preguntas sin respuesta que dejan perplejos a los padres. Cosas como ¿de qué color es el alma? o ¿cuánto cuesta la libertad? eran las interrogantes que se gestaban en la mente del pequeño. Sus padres, asustados y sin saber qué responder, simplemente fingían que tal pregunta no existía. Si encontrar respuestas en el seno familiar, el pequeño intentaba en otros círculos, como con su profesora de educación primaria o con sus compañeros del grupo. La profesora no tenía ningún interés en el alma –lo cual era bastante razonable porque, cuando uno apenas se puede llenar el estómago, no tiene interés en ver por su espíritu– y sus compañeros estaban más interesados en la nueva caricatura que en el valor de la libertad. Estas diferencias ideológicas no tardaron más de un año en abrir una enorme brecha entre Sebastián y el resto de sus conocidos.

Yo lo conocí cuando él ya era un joven. Fue una simple casualidad. Todo surgió a partir de una idea mía. Aquella tarde se me ocurrió que sería agradable encontrar algún extraño en un café, o alguna librería, o simplemente caminando por la banqueta, saludarlo, hacer conversación y terminar haciendo un amigo. Ideas como aquellas suelen surcar mis pensamientos a menudo. Pues sucedió que, mientras caminaba por la calle, mi vista se encontró con la de Sebastián. Tal vez fue la inseguridad en sus ojos la que me llevó a aproximarme y decirle “buenas tardes”. O tal vez fue la belleza de su persona. Iba vestido de manera elegante, pero a la antigua usanza. Parecía un caballero europeo de antes de la primera guerra. Llevaba capa y sombrero, algo poco usual para nuestra cálida ciudad. Aquella tarde hacía frío, es cierto, sin embargo, una gabardina ya es extraña, cuanto más una indumentaria completa para la lluvia. Él me miró con extrañeza. Yo no pude contenerme y le dije “por alguna extraña razón, que no alcanzo a comprender, al mirarlo no pude evitar pensar en Nietzsche”. Él sonrió, su sonrisa fue cautivadora, entre sincera e irónica. Como quien recibe un halago muy especial, se lo toma en serio, pero esa seriedad lo hace sonrojarse por sentirse poco meritorio. “El eterno retorno” me dijo. Y fue así como comenzó todo.

Un día se presentó Sebastián ante mi puerta, llamó y, nada más al abrir yo, me dijo:

–La primera vez que leí la frase de Sartre de “el hombre está condenado a ser libre” pensé que era la más bella del mundo. Creí en la libertad, y creí en sus palabras. Somos libres, porque siempre tenemos al menos dos opciones para elegir. Somos libres a pesar de que no queramos ser libres. Somos libres hasta si decidimos no serlo y nos entregamos a una esclavitud voluntaria. Me gustó la idea de la libertad, la libertad de expresión, la libertad de movimiento, la libertad de pensamiento, esa fue la que más llamó mi atención. Pensé que podrían privarme de mi libertad, por ejemplo, si me encarcelaban. Pero no podrían quitarme mi libertad de pensamiento. Mi pensamiento sería siempre libre porque, finalmente, estaba dentro de mí, y en mi cabeza yo podía pensar todo lo que yo quisiera, no habría nadie que pudiera impedir que yo pensara. Al menos eso creí al principio. Así fue como me distancié de Nietzsche, porque su eterno retorno no da cabida a la libertad, porque sería una libertad aparente. Yo pensaría que soy libre, y este pensamiento se repetiría una infinidad de veces en un “yo” posterior y en todos los “yo” anteriores. Así que me divorcié para siempre del alemán para apegarme al francés. Sin embargo, hoy vengo con gran angustia, pues me di cuenta de que la libertad no es más que una ilusión, además es una ilusión irrisoria. Estamos atrapados. Nuestra alma está presa en el cuerpo, éste a su vez está atrapado en el mundo. No podemos salir de ahí. Y me refugié entonces en la libertad de pensamiento. Pero es tan triste darme cuenta, sigo atrapado, atrapado por las palabras. Mi pensamiento está acotado por el lenguaje. No puedo articular un solo pensamiento sin prescindir del lenguaje. Aprendí otros idiomas, otras formas de expresarme, y ciertamente eso hace mi prisión más amplia, pero no me libera. Es como si simplemente me trasladaran de una prisión nacional a una extranjera. Las ideas están clavadas en el papel que las contiene, en el aire que las lleva de una cabeza a otra. Las palabras son como los barrotes que, encarcelando frases entre comas o paréntesis, van aplastando la libertad de los pensamientos.

Después de decir eso Sebastián dio media vuelta y se fue. Jamás lo volví a ver, ni a saber nada de él. Pero sus pensamientos se incrustaron profundamente en mí. Ahora me siento encarcelado en una cárcel que no es la mía, estoy atrapado en la prisión de Sebastián. En una prisión hecha de lenguaje, en encrucijadas creadas por oraciones rimbombantes. Ahora ya no sé qué más decir, porque entre más cosas digo, más y más me voy sumiendo en la cárcel, más y más me voy emparedando yo solo.

Algunos tal vez comprendan que todo surgió por la idea de Sebastián…