miércoles, 30 de agosto de 2017

Y la lluvia no cesaba

Primero se cortó el suministro de electricidad, de manera repentina, súbita, casi a la par de la llegada de la lluvia. Como a las tres de la tarde el pálido sol que con brillos tímidos intentaba coronar el cielo se difuminó tras las nubes cada vez más negras. Las calles se vaciaron en unos cuantos segundos y una espesa noche se ciñó sobre la ciudad. Pasaron un par de horas, y la lluvia no amainaba. Los pocos refugiados bajos las cornisas o atiborrados en las tiendas comenzaron a resignarse y a correr bajo el agua para llegar hasta sus casas, y la lluvia no cesaba.
            Para las ocho de la noche, la ciudad estaba inmersa en una total oscuridad, apenas herida casualmente por algún automóvil que aún circulaba entre invisibles estelas dibujadas en los primeros charcos que buscaban presurosos alcanzar las alcantarillas para llegar a su destino. El monótono sonido de las gotas golpeando los tejados, ventanas, patios, calles pronto inundó el ánimo de los pobladores, quienes, como devueltos a una etapa anterior a la tecnología, guardaban un silencio contemplativo. Las pocas conversaciones fueron apagadas por el rugido del cielo y la gente se reunía alrededor del fuego de las velas, sin mirarse, sin hablarse. Y la lluvia no cesaba.
            Quienes disfrutaban del constante golpeteo de la lluvia y de la profunda oscuridad nunca antes vista en la gran ciudad durmieron profundamente; pero algunos otros, aterrados por las tinieblas inescrutables, no podían cerrar los párpados, aunque mantenerlos abiertos no representaba ninguna diferencia, sentían cierta seguridad en su ceguera voluntaria.
            A las siete de la mañana el agua le había ganado unos veinte centímetros al suelo. Se suspendieron todas las actividades citadinas, la electricidad no se restableció, las calles resultaban intransitables, no hubo escuela, ni trabajo. Las familias se reunieron frente a la ventana para contemplar la el agua que caía de un cielo apenas iluminado por un sol invisible. Las personas que vivían en casas con dos niveles comenzaron a subir sus posesiones más preciadas a las habitaciones más altas. Quien vivía al ras del suelo intentaba, en algún necio intento, sacar el agua por una ventana, en un cómico ciclo infinito. Y la lluvia no cesaba.
            Para la tarde de aquel día, el agua ya cubría las rodillas de una persona adulta. Fue como si el tiempo se petrificara en un instante. La gente quedó atrapada en donde estaba. No podían salir del motel donde se habían refugiado parejas de amantes buscando encuentros furtivos favorecidos por la oscuridad de la noche anterior; no podían salir del hospital los pacientes recién dados de alta, ni los enfermos, ni los familiares que se quedaron haciendo guardia, ni los doctores y enfermeras que llevaban más de dos días sin ver a sus familias; los veladores de las enormes tiendas o las grandes fábricas se sentaban sobre los escritorios, esperando que pronto la lluvia amainara un poco y podrían salir, no tan mojados, de sus prisiones accidentales. Pero la lluvia no cedía.
            Antes que la poca luz del día se desvaneciera por completo entre el manto nocturno Deucalión tomó sus herramientas y desconectó el sistema hidráulico de la casa. Tiró toda el agua del tinaco y vio cómo el agua corría y se fundía con las gotas de lluvia, y se le ocurrió que quizá su inconsciente hazaña contribuía a llenar la tierra de agua. Cuando el enorme tinaco estuvo vacío, llamó a su hermano menor, Noe, y lo introdujo en él, con algunos trapos y le pidió que lo limpiara y secara con mucho cuidado, luego cerró la tapa y se introdujo en el agua del suelo, que entonces ya le llegaba al pecho. Buscó algunas tablas, cuerdas, latas, botellas vacías y llenas, y todo lo que pudo encontrar. Fue por su hermano, quien había completado la labor encomendada, lo ayudó a salir, volvieron a cerrar el tinaco y ambos tomaron un baño en la lluvia fría, resguardando el pudor en las tinieblas. Y la lluvia no cesaba.
            Ambos hermanos se resguardaron bajo el techo de la habitación de la planta alta, aún seca. Se secaron el exceso de agua con algunas toallas y se acostaron en una cama que todavía no alcanzaba a guardar humedad. Deucalión besó a Noé, lo abrazó y ambos durmieron profundamente resguardados por el calor fraterno.
            Al amanecer del tercer día, la lluvia se había introducido en los ojos del pequeño Noe, y Deucalión intentaba secar su rostro húmedo con caricias y pañuelos. Tomaron un frugal desayuno, frío como los sentimientos que embargaban a Deucalión por las lágrimas de Noé. Ambos subieron a la azotea y comenzaron a trabajar, en silencio; Noé sabía lo que necesitaba su hermano antes que éste se lo pidiera, y lo apoyaba industriosamente, pero la lluvia no salía de sus inocentes ojos. Deucalión logró fijar las tablas al tinaco, formando una cruz lo más simétrica posible, amarró varias botellas vacías en los extremos de las tablas, luego hizo un pequeño cobertizo que cubría la tapa del tinaco, puso un tapón al ducto de salida, probó y comprobó amarres y lloró ocultando sus lágrimas entre el agua que llegaba de arriba. Y la lluvia no cesaba.
            Desde la azotea podían contemplar como el agua casi alcanzaba los dos metros antes de llegar al suelo. Entre la inquieta superficie flotaban diversos cacharros ignorantes buscando puerto entre cornisas y techos bajos. Entonces lo vieron casi en la oscuridad, la primera víctima hinchada como una balsa surcando la superficie acuática quien buscaba alcanzar las profundidades.
            Quizá la lluvia podría darles tregua una noche más. Durmieron en su cama con la lluvia golpeando las ventanas por fuera y los corazones por dentro. Pero la lluvia seguía y seguía.
            A la mañana siguiente, muy temprano, el sueño escapó de entre los párpados abiertos de Deucalión, mientras el cansancio aún lo mantenía prisionero tras las pestañas de Noé. Deucalión sintió el golpeteo del agua bajo el suelo y se levantó a hurtadillas. Guardó un par de frazadas en una bolsa de plástico, junto con las latas, botellas de agua, la linterna y las baterías y todo aquello que consideró necesario y lo llevó hasta el tinaco, esta vez cubriendo su cuerpo con un impermeable para no mojarse, pues creyó que ya no era momento. Bajó por Noé, lo despertó y lo llevó hasta el tinaco, entraron ambos y cerraron la tapa para cerciorarse de que sirvieran los respiraderos. Ahí permanecieron encerrados, en silencio, en la oscuridad del artefacto, sin saber si era de día o de noche, bajo el incesante sonido de la lluvia golpeando el cobertizo y las paredes de su refugio. Y la lluvia no cesaba.
            Cuando el nivel del agua por fin sacudió el refugio de los hermanos, el pequeño Noé se agarró a su hermano con fuerza y le dijo “tengo miedo”. ¿Qué hacer? Deucalión también estaba muerto de miedo, pero era el hermano mayor. Sólo abrazó a Noé mientras sentían una segunda sacudida más intensa. Se estaban moviendo. ¿Dormía Deucalión o permanecía en vela? Es algo que ni él mismo podría precisar. Dentro de su refugio la temperatura era agradable y quizá el dulce sopor lo mantenía en un estado de somnolencia. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que cerró la tapa de su nave? ¿Sería de día o estarían bien entrada la oscuridad? Quitó la tapa para asomar la cabeza y se encontró con el mismo cielo gris, la misma lluvia que caía inclemente sobre el cobertizo que la evadía de la entrada del tinaco. Comprobó con cierto orgullo que sus estabilizadores los mantenían a flote, evitando ser volteados por la corriente. Afuera el frío era intenso, pero no insoportable. El pequeño Noé quiso admirar lo que su hermano, así que Deucalión lo ayudó a asomar la cabeza. Era como estar en medio del mar. A lo lejos se veían algunos edificios que aún sobresalían como pequeñas islas.
            “Mira, Deucalión, allá” dijo con cierto entusiasmo el pequeño Noé, “es el hospital, lo ves, nos estamos acercando”. El corazón de Deucalión se inflamó de esperanza cuando alcanzó a ver, entre las espesas gotas de agua, gente que se movía en la azotea del hospital. “Mamá estaba allí”, dijo Noé, de cuyos ojos la lluvia se había retirado. Pero la alegría de Deucalión se desvaneció casi de inmediato, cuando, al estar un poco más cerca comprendió que la gente del hospital se encargaba de arrojar cadáveres por la borda. Y de pronto se encontraron navegando un cementerio flotante y hediondo de cuerpos hinchados y verdes.
            ¿Fue alguna marca particular, un tatuaje, la falta de alguna oreja o el exceso de dedos; o se trató de un simple presentimiento, de un tácito reconocimiento lo que llevó a los hermanos a cerrar la tapa de su nave mientras el cielo se confundía a grado de no saber si la lluvia era más intensa afuera o adentro del tinaco? ¿Qué palabras podría proferir Deucalión que brindaran a su hermano un consuelo que el mismo no encontraba, mientras la oscuridad se internaba cada vez más profunda en el provenir de los hermanos? Mas la lluvia no paraba.
            Que ironía saberse cercado de agua y que las botellas comiencen a verse vacías. Deucalión de vez en cuando sacaba la mano con una botella abierta para rescatar el agua que les caía del cielo en abundancia, pero la comida comenzaba a verse escasa, sin posibilidad de que les cayera también del cielo. Deucalión comía apenas lo indispensable, y se la pasaba horas y horas dormido en una posición incómoda. Se sentía obligado a guardar las provisiones para Noé, quien ya no tenía a nadie más que a Deucalión, pero éste no se daba cuenta que ya tampoco tenía a nadie más.
            “Deucalión,” llamó, Noé en algún momento, “¿y si mamá es la lluvia que nos abarca con su amor por todos lados?” “Sí, debe ser” Respondió Deucalión, y se aferró a la mano de Noe con las fuerzas cada vez más tenues. El movimiento armónico de su nave le cerraba los párpados casi con furia. El silencio le resultaba casi sepulcral. Se sentía inmerso en la nada, de vuelta en el caos informe del principio de los tiempos, antes del fuego y las hogueras, sólo flotaba entre las aguas equidistantes unas de otras. El silencio cada vez más profundo, y luego, parecía que no habría nada más, sólo la acompasada respiración de su hermano. ¿Estaba soñando? No lo sabía. De pronto sintió frío, muy intenso. Tenía los ojos cerrados y veía a su alrededor miles de cadáveres flotando, tapizando la superficie del agua, ¿una pesadilla? No lo sabía. Luego una sacudida y el grito de su hermano “¿qué fue eso?”

Deucalión se incorporó con dificultad, es como si hubiera envejecido varios años, las fuerzas lo abandonaban. Quitó la tapa del tinaco y el aire frío lo golpeó de lleno en la cara. El tinaco había chocado contra alguna cima, todavía informe, que se levantaba orgullosa en medio de la inundación. La lluvia había cedido. 

jueves, 22 de junio de 2017

Decir adiós

Dicen que durante la adolescencia comienzas a sufrir una serie de cambios que te convertirán en una persona adulta: se te engruesa la voz, te crece vello púbico, barba, bigote, te sientes desconcertado, malhumorado, molesto por cualquier cosa, crees que nadie te entiende, pero, sobre todo, recalcan una y otra vez que comenzarás a ver a las mujeres de forma distinta. Resulta que cumples catorce años y las mujeres pasan de ser tus compañeras de juego a convertirse en una especie de presa que debes asechar, ya no pueden ser tus amigas, porque de repente te conviertes en un enemigo, alguien en quien no se puede confiar, y debes mantenerte alejado de ellas, guardar la distancia, a menos, claro, que estés pensando en casarte, tener hijos, y vivir para siempre a su lado, de lo contrario, es mejor no hablarles y… bueno, la adolescencia es un período difícil.
            No quiero decir que yo sea una persona especial y que ninguno de esos cambios tuvo efecto en mí, porque soy único y diferente de todos los demás. No es eso, lo cierto es que mi voz no se volvió más gruesa, mi cara es tan lampiña como hace cinco años y las mujeres… bueno, me causó una gran impresión que de repente ya no estuvieran ahí, ya no quisieran (o no tuvieran permiso) de ir al cine, al parque, al centro comercial conmigo. Como estudio en un colegio de varones, de por sí ya era complejo mantener unas pocas amistades con chicas de mi edad, así que de repente me sentí abandonado, abrumado y solo. Sí, creo que después de todo sí había entrado en la adolescencia junto con todos los demás.
            Gabriel era mi mejor amigo en la escuela. Él es un tanto excéntrico, un muchacho muy desinhibido, a diferencia mía, que solía hacer bromas sobre que era homosexual en una escuela católica, todo un caso, yo me doblaba de risa cada que les decía a los otros compañeros que estaban bien guapos y trataba de tomarlos de la mano. Gabriel y yo hacíamos todo juntos: íbamos a la escuela, luego al gimnasio, estábamos en la misma compañía de teatro, él quería ser actor, yo sólo entré por él, teníamos los mismos amigos en común, juagábamos a los mismos juegos. Y de compañeros y amigos nos convertimos también en cómplices, cuando Gabriel comenzó a interesarse en las chicas, me volví su brazo derecho, me encargaba de conocer a la muchacha en cuestión, saber qué le gustaba, sus intereses, sus miedos, y luego realizaba una estrategia para que Gabriel pudiera conquistarla, y funcionaba.
            Todo iba bien, hasta que llegamos a los últimos meses de la secundaria. Ambos teníamos un plan, nos quedaríamos a estudiar la preparatoria en la misma escuela, seguiríamos siendo los mejores amigos para siempre, haríamos mejores planes para conquistar muchachas. Gabriel se interesó en Lucy, la amiga de una amiga, y comenzó mi tarea de investigación. Acercarme a Lucy no fue nada sencillo, ella era mucho más compleja que el resto de amigas que teníamos, era, por decirlo de alguna forma, más madura. Casi puedo asegurar que Lucy, desde el principio, sabía cuál era nuestro modus operandi, pero no se inmutó, me seguía la plática, y hasta me buscaba para conversar. Salimos un par de veces luego de la escuela y tuvimos conversaciones muy profundas e interesantes. En nuestra tercera cita Lucy me preguntó, sin mayores rodeos, por qué hacía eso por Gabriel, entonces no supe qué decir, me quedé pasmado, jamás imaginé que alguien pudiera sospechar que Gabriel y yo estábamos coludidos. Le respondí que no era por Gabriel, que lo hacía por mí, porque ella me gustaba. Y hasta cierto punto era verdad, esas semanas que habíamos compartido hicieron que comenzara a estrechar lazos con Lucy. Ella no respondió, se acercó mucho a mí, me miró directamente a los ojos, me tomo de la cabeza con ambas manos y me dio un beso en los labios. El tiempo se detuvo por un momento y yo me quedé ahí, sintiendo en los labios de Lucy la traición que le hacía a Gabriel. Cuando Lucy separó sus labios de los míos, yo respiraba aceleradamente, mi corazón palpitaba a toda velocidad en mi pecho y sentí como la sangre coloreaba mi rostro. Entonces Lucy me dijo: “lo que dices no es verdad. Mira, no andaré con Gabriel, pero si tú de verdad quieres que sea tu novia, llámame. Por cierto, no respondiste mi pregunta, y no quiero que me respondas ahora, pero respóndete a ti mismo, no te engañes ¿por qué haces esto por Gabriel?” Dio media vuelta y se fue.
            Regresé a casa desconcertado. No sabía qué iba a decirle a Gabriel, pero, sobre todo, no sabía a qué se refería Lucy. Estuve pensando durante horas y horas qué quería decir, pero no lo comprendía. Y el beso… había dado mi primer beso a una pretendida de Gabriel ¿cómo podría decir que era su mejor amigo? Me sentía tan mal que no quería volver a ver a Gabriel, estaba tan avergonzado. Fingí una enfermedad para no ir a la escuela, pensé que sería suficiente para darme tiempo y pensar, pero no fue así, a las tres de la tarde llegó Gabriel a mi casa, preocupado porque me había enfermado. Le pedí que se fuera, porque no quería contagiarlo, pero se quedó, ahí, parado en la puerta, con una sonrisa franca, luego me dio un abrazo y me dijo “no te ves enfermo”. Entonces yo me puse muy nervioso. “Gabriel, debo hablar contigo, es sobre Lucy…”, “A, no má” me interrumpió “ya tienes un plan, la verdad es que esa chava sí me gusta un buen”, “mira, no sé cómo decirte esto…, es que ella no quiere andar contigo porque… le gusta alguien más”, “Ah, sí ¿Quién?”, “Yo…”, “¿En serio? Oye, felicidades, por fin tendrás novia…”, “Gabriel, ¿no estás enojado?”, “Ay, no mames, ¿no me digas que por eso no fuiste a la escuela hoy”, “yo…”, “mira, está muy chido que le gustes a Lucy, la neta eres bien chido, hasta yo andaría contigo”. Entonces me dio la mano y pude sentir la fuerza de su apretón. Lo rodee con mis brazos y comencé a sentir que no quería que aquel momento terminara nunca. Una fuerte emoción me invadió y sólo pude manifestarla derramando lágrimas sobre su hombro mientras intentaba decir gracias. Gabriel me secó las lágrimas con su playera, me dio una palmada en la mejilla, luego me guiñó un ojo y me dijo “nos vemos mañana en la escuela”.
            Parecía que todo volvería a la normalidad, pero en la siguiente fiesta que fuimos juntos, conocimos a Samantha y a Gabriel le gustó. Entonces comenzamos llevar a cabo el plan para que él y Samantha se volvieran novios. Pero tampoco funcionó, de alguna forma me volví muy amigo de Samantha, pero ella no quería andar con Gabriel. ¿Es que acaso yo estaba haciendo algo de manera inconsciente para evitar que Samantha saliera con él?
            Estábamos a unas semanas de graduarnos de secundaria, cuando les dije a mis padres que quería cambiarme de escuela, que ya no quería seguir ahí, que había buscado otras opciones y creía que estaría mejor en una escuela mixta, no en una de varones. Mis padres, muy desconcertados al principio, trataron de convencerme de que me quedara ahí. Pero yo supliqué que no fuera así. Finalmente accedieron a cambiarme, de último momento. El último día de clases, informé a todo el grupo que no continuaría con ellos el próximo año. Todos quedaron estupefactos, pero yo quedé pendiente en todo momento de la reacción de Gabriel. Se hizo una rueda a mi alrededor, todos me abrazaban y me decían que me extrañarían, sólo él se quedó alejado. No fue sino hasta el final del día cuando se me acercó, con lágrimas en los ojos y me preguntó “¿por qué te vas? ¿qué voy a hacer en la preparatoria sin ti?”, “estarás bien” le dije “quizá podamos vernos de vez en cuando, no es el fin del mundo”, “Eres mi mejor amigo ¿lo sabes?”, entonces no pude contener más las lágrimas “lo sé, pero estarás mejor sin mí”. No sé por qué lo dije, pero fue así. Luego me fui de la escuela, subí al auto en el que mis papás fueron a recogerme, y mientras enjugaba mis lágrimas envié un mensaje a Lucy para concertar una cita.
            Cuando llegué con Lucy, ella me miró con una sonrisa pícara, y sin más preámbulo me dijo “ya tienes la respuesta ¿verdad?”. Asentí con la cabeza. “Lo hice porque lo amo…” Sentí como un viento tibio desordenaba mis cabellos.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Más allá

Te sientes muy fría. Ven, ovíllate a mi lado, deja que te cubra con la frazada. Mucho mejor. Mira, afuera una turba enardecida que avanza hacia el cementerio en busca de otra tumba vacía, pero no te preocupes, no nos pasará nada, aquí estamos seguros, a mi lado no te encontrarán.
Desde aquí puede contemplarse todo el panorama. Recuerdo que desde esta misma ventana te vi por primera vez. Caminabas sigilosa, en la oscuridad, evitando las miradas, oculta entre las sombras. Te amé desde el instante en que nuestras miradas se cruzaron y tú, como una cervatilla asustada, corriste a ocultarte detrás del árbol y te esfumaste en la oscuridad. Así te veía cada noche, siempre a la misma hora, sin retrasarte un solo minuto. Recuerdo también la primera vez que te hablé y tus pasos volaron más prestos que mis palabras. Mas imposible me resultaba olvidarte, no podía borrar las huellas que surcaste en mi memoria. De día evocaba tu imagen y trataba de fijarla con suaves palabras o raudos movimientos de pincel; por las noches, cuando el cansancio se prolongaba en mis párpados, eran tus fantasmagóricos dedos los que cerraban mis ojos, y mis oídos soñaban con tu cálido arrullo cuando el gélido viento soplaba con más fuerza.
Quizá tú no recuerdes cómo una noche, al abrigo de la frondosa copa del árbol al otro lado de la ventana, me decidí a seguir tu noctámbulo paseo. Cuantos esfuerzos me costó el seguir tus pasos tan gráciles y naturales. Fue así como te vi entrar al cementerio. Aquella vez te perdí de vista en cuanto tu cuerpo leve sorteó sin dificultad la muralla que, impertérrita, resguarda los cuerpos de nuestros antepasados. Cuando yo logré entrar ya no estabas, era como si te hubiese tragado la tierra, y aunque ahora que estás a mi lado lo recuerdo con una sonrisa en el rostro, debo admitir que esa noche sentí un terror tan profundo que mi mente no alcanzó el reposo sino hasta que la luna no completó un ciclo.
Pero era mi amor tan profundo, tan sublime, que no podía dejar que el miedo contuviera mis piernas. Fue la fuerza de Eros la que impulsó mis piernas para que pudiera seguirte hasta lo más profundo del cementerio, recorrías laberínticos senderos siempre al abrigo de las sombras. Cuando al fin te detuviste frente a una tumba y comenzaste a cavar, mis ojos no daban crédito a tus acciones, pero te observé con cautela, mi curiosidad era casi tan fuerte como el amor que por ti siento. Esa noche te vi desenterrar el cuerpo. La escasa luz de la luna confería a ese cuerpo frágil, lleno de tierra, un aspecto natural, parecía que entre tus brazos se llenara de vida.
Y te vi cada noche repetir el mismo ritual. Llegar al cementerio, desenterrar el cuerpo, limpiar cada centímetro con tus besos apasionados, yacer a su lado, y unas horas antes del amanecer, volver a enterrarlo y dejar todo como si nada hubiera pasado. Debo confesarte que los celos mórbidos que me invadían eran opacados por el placer de la contemplación de la escena. Ver tu cuerpo desnudo a lado del suyo me hacía rabiar de coraje y suspirar de ternura. No podía entenderte, no comprendía por qué huías de los vivos para refugiarte con un cadáver putrefacto, me resultaba imposible en ese entonces entender por qué profesabas tal cariño, tal dedicación, a ese cuerpo que, lo único que tenía de vivo, eran los gusanos que pululaban cada noche en mayor cantidad.
Sí, es cierto, fui yo quien te delató. Ahora me siento avergonzado de admitirlo, pero es la verdad. Los celos que sentí fueron tan poderosos que ya no pude soportar más ese espectáculo grotesco. Por eso reuní a toda la aldea, les conté lo que estaba pasando, y marché junto con todos ellos hasta el cementerio, donde las luces rutilantes de las antorchas sorprendieron dos cuerpos desnudos que yacían en la tierra. Tus ojos, heridos por la luminosidad repentina, no pudieron contemplar lo que pasaba. El alcalde asestó el primer golpe, aquel que te dejó sin aire. Los golpes te llovían por todas partes y tú sólo intentabas cubrir tu rostro con tus manos. Yo me encontraba en un estado de furor inexplicable, fue como si mi cuerpo actuara sin mi consentimiento cuando me acerqué y te así de tu cabellera azabache y con una fuerza sobrehumana me quedé con un rizo como un recuerdo de aquella madrugada lúgubre.
Jamás volvería a levantar la mano contra ti, fue sólo una noche de pasión que no pude contener, pero no volverá a pasar. Ahora entiendo tu amor tan puro, tan casto, tan sublime. No sé qué hice pare merecer tanta ternura, gracias por quedarte a mi lado a pesar de mis errores. No tengas miedo, todo estará bien ahora. Todos cometemos errores, pero también aprendemos de ellos. Tu error fue repetir ese extraño ritual noche tras noche, era demasiado trabajo el desenterrar y enterrar un cadáver amparada únicamente por la tácita luna. Pero no cometeremos el mismo error, aquí con tu cuerpo fuera del sepulcro, lejos de las miradas mordaces de aldeanos ignorantes –porque ellos no entienden el amor verdadero–, podremos amarnos eternamente.

lunes, 4 de abril de 2016

El Tlalocan olvidado

La primavera ha concluido su cíclico andar y Tláloc vierte sus mermadas fuerzas sobre el Anáhuac, pero sus habitantes miran desganados a través de las ventanas sin prestar mucha atención. Algunos transeúntes aceleran su paso para alcanzar su destino y continuar con sus actividades. Tláloc ruge furioso, pero a penas si alguien levanta un poco la mirada y sigue adelante. Y Tláloc, mi querido Tláloc, llorando de tristeza y de rabia con todas sus fuerzas llama en vano a quien le ayude a recuperar su antiguo señorío.
            ¿Qué te ha pasado, Dios de la lluvia y el trueno? Antes todo era diferente, al primer grito de Tláloc todo el Anáhuac se paralizaba, sus habitantes sabían que la ira de Tláloc era devastadora, y desde tu primer llamado todo mundo acudía a rendirte homenaje. Ellos derramaban el líquido precioso y tú, a cambio, nutrías fuertes sus cosechas. ¿Dios de la lluvia y el trueno, qué te ha pasado?
            Ahora no eres más que un nombre inscrito con caracteres latinos en el panteón de las deidades olvidadas. ¿Recuerdas cuando tú y Quetzalcóatl jugaban con el cielo? Tú rugías con fuerza ennegreciendo las nubes y él esparcía la noche soplando con sonoras carcajadas.  ¿Recuerdas como, complacidos, veían caer la afilada piedra de obsidiana sobre los fornidos pechos de los  compañeros de Tonatiu? Y tú mirabas complacido porque sabías que el sol habría de levantarse nuevamente por el oriente.
            ¿Con qué ignominiosa ofensa agraviaste a Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli para que deviniera tan cruel enemigo tuyo? Porque él, oculto entre los arcabuces españoles, marchó contra Tenochtitlan, y tu recuerdo se convirtió en pasto de su venganza.
            ¡Oh, cuan maravillados y sorprendidos contemplaron los sacrificios los hombres blancos! ¡Qué horror, qué barbaridad, qué crueldad! ¡Esto es inhumano! Almas corrompidas que no conocen a Dios… almas corruptas que no conocen a Tláloc. Han sometido a tu cálido pueblo con el frío de su acero y lo obligaron a desgajar, con el mismo acero, las entrañas de la tierra, lo obligaron a cavar el camino sin retorno, el camino hacia el Mictlan.
            Pueblo sanguinario, cruel, despiadado. Pueblo envidioso, que condena la muerte no por encontrarla horrorosa, sino por juzgarla inalcanzable. El sacerdote se convirtió en la víctima y el sol sigue saliendo por el oriente, pero ahora tirado por su carro de caballos.
            Y tu pueblo, Tláloc, tu pueblo, emergiendo desde las entrañas de la tierra, con el acero en alto, intentó volverte a tu trono de antaño. Pero sus manos, habituadas al brillo negro de la ligera obsidiana, no saben cómo blandir el pesado acero. Han mutilado sus lenguas y ahora no saben cómo alabarte. Han doblegado sus espaldas y ahora, cual Pípila, cargan todo el amor de su madrastra a cuestas, y no pueden volver sus ojos hacia el cielo. Inclinados y ciegos levantan sobre sus espaldas el estandarte de María.
            Tláloc, rugiste con fuerza, pero tu fuerza destructora ya no fue capaz de arrasar todo el valle y purificar a los impíos que te han olvidado. Quieres inundar el Anáhuac, pero Cristo sabe cavar drenajes profundos que canalizan tu ira, ha secado el lago de Texcoco, poco queda de tus miembros ahora putrefactos.

            Vuelve, Tláloc, el próximo año, y el que sigue, y el que sigue. Quizá algún día encuentres tus fuerzas perdidas, quizá algún día hagas emerger tus templos, que ahora yacen bajo tierra. Quizá algún día vuelvan tus sacerdotes al Tlalocan olvidado.

jueves, 7 de agosto de 2014

El acoso no es violencia

La reunión a la que asististe terminó mucho más tarde de lo esperado. La media noche se acerca con paso vertiginoso, así que debes apresurar el paso para alcanzar el último vagón del metro que te lleve a casa, de lo contrario deberás pagar un taxi que te cobrará mucho más caro de lo normal y sabes que tu bolsillo no puede permitirse ahora ese lujo.

Al descender a los intrincados túneles del tren subterráneo comienzas a sentir un ligero mareo debido al exceso de cerveza que estuviste bebiendo desde antes que la noche comenzara y, junto con él, crece esa sensación de alegría y buen humor. ¡Fue una velada muy agradable! Te dices para tus adentros.

Pero tus pensamientos se ven interrumpidos debido al constante y apresurado sonido de unos tacones que golpean el piso detrás de ti y se aproximan a una velocidad considerable. Vuelves la vista y te encuentras con una linda muchacha. Lo primero de lo que te percatas es de los botines negros que borraron tu pensamiento anterior para sustituirlo por uno nuevo y, al parecer, más agradable: unas hermosas piernas enfundadas por unas medias casi transparentes, medio ocultas por un vestido negro no muy largo, pero tampoco excesivamente corto (como te hubiera gustado a ti). Tu mirada va subiendo lentamente: lindas caderas, lindos senos, cabello largo, cara agradable. Finalmente tus ojos lascivos se encuentran con su mirada, más tímida, menos deseosa, dirías más bien que casi nerviosa.

Por el atuendo que porta parece que va saliendo de una oficina. Aunque por la hora que es, lo único que se te ocurre pensar es que seguramente se quedó hasta tarde con el jefe buscando conseguir un aumento. Seguramente, piensas, es una chica fácil, y la verdad es que, ya vista de cerca, está bastante buena. Cuando por fin pasa frente a ti lo único que se te ocurre decir es “¿a dónde tan solita, guapa? No te vayan a robar”. Ves como ella trata de acelerar el paso y tú la sigues primero con los ojos disfrutando del espectáculo de su trasero contoneándose con nerviosismo; luego con los pies, porque tú también debes apresurarte para alcanzar el metro.

Cuando dobla en una esquina pierdes de vista al “bon-bon” que te saboreabas en tus pensamientos aunque aún escuchas el sonido de sus pasos, cada vez más apagados. “Pinche vieja güila. Sola, en la noche, de seguro ha de ser una prosti de lujo”, piensas. “Yo sí le hubiera pagado si me hubiera dicho cuanto”. Luego sonríes y sigues caminando lo más rápido que puedes.

Al llegar al anden ves que el metro ya está ahí detenido. Escuchas el timbre de la puerta y te apresuras a entrar en el vagón que te queda más cerca. Las puertas se cierran detrás de ti. Para tu sorpresa te das cuenta de que la hermosa mujer de vestido negro está frente a ti, sentada. El asiento frente a ella va vacío y decides ocuparlo. Sólo hay un pasajero más aparte de ustedes. Tú tratas de escrutar con la mirada lo que ella parece guardar con mucho afán juntando las rodillas y poniendo ambas manos en su regazo.

El tren se detiene en la siguiente estación. El pasajero que viajaba con ustedes sale y se quedan solos. Ella cruza las piernas y tú puedes distinguir un muslo muy bien formado, casi escultural. “Ya sabía yo que ésta es de las fáciles, nada más vio la oportunidad y luego luego me enseña las piernas”, piensas. Ella te mira con nerviosismo y luego baja la mirada, tratando de esquivar tus ojos. “¿Qué onda, guapa, no te vienes conmigo?” le dices. Ves su rostro y te parece que ella te sonríe. “Te vas a divertir, ¿qué no?” Vuelves a insistir. Ella parece ignorarte, pero tú estás seguro de que sonríe y que su cruce de piernas se vuelve más amplio, dejándote casi ver la nalga.

Estás tan entretenido viéndole las piernas que cuando el tren abre sus puertas en la siguiente estación tú no te percatas de nada. Apenas adviertes que se cerrarán las puertas por el timbre que lo anuncia. Si siguen solos o hay alguien más con ustedes es algo que ni sabes ni te interesa, lo único que ves con atención, casi como hipnotizado, son las esculturales piernas de la chica del vestido negro.

De pronto ella vuelve a sentarse con las rodillas juntas. Ese movimiento te devuelve a tu realidad. Te das cuenta de que la muchacha mira al piso, y hace ciertos ademanes con las manos, como si quisiera levantarse y no se atreviera. Al observar a tu alrededor te das cuenta de que casi has llegado a la estación en la que te tienes que bajar. Intentas ver por última vez lo más profundo de la falda de la muchacha, luego te levantas de tu asiento y te paras mirando hacia afuera. Mientras esperas que el tren llegue a tu destino comienzas a fantasear con la linda muchacha que ahora está detrás de ti.

El tren llega a la estación. Antes de que las puertas se abran tú sientes una presencia detrás de ti. Una mano te abraza y y te toca con suavidad, primero el abdomen, luego el pecho. Ni siquiera notaste cuando se levantó y se puso detrás de ti, pero comienzas a sonreír y le dices: “ya sabía que te ibas a animar”. Bajas la mirada para ver la mano. Es una mano fina, muy cuidada (aunque te parece ser un tanto grande), tiene las uñas pintadas de morado. Te parece muy curioso que no te habías percatado de ese detalle hasta ahora. Baja hasta tus piernas cuando la puerta se abre, debes bajar, pero no quieres perderte esa oportunidad, así que decides quedarte quieto y ver cómo se desenvuelve la situación.

Suena el timbre de la puerta. La mano comienza a rozar tu entrepierna y, con una maestría casi inverosímil, desabrocha tus pantalones que caen al piso justo en el momento que la puerta se cierra.


Sientes primero como te desprenden de tu ropa interior, inmediatamente después sientes una fina y fría hoja de metal rozando tu cuello. Cuando el tren comienza a avanzar lo último que alcanzas a ver por la ventanilla es a la linda muchacha del vestido negro caminando apresurada y nerviosamente hacia el túnel de salida.

jueves, 17 de abril de 2014

Circulando por Eduardo Molina

¿Conocen la avenida Eduardo Molina? Hace algunos años yo solía circular muy frecuentemente por ahí, y en todo ese tiempo jamás encontré un congestionamiento vehicular digno de mención, ni siquiera en horas pico. Resulta que el día de ayer, recordando viejos tiempos, se me ocurrió que sería buena idea, para ahorrarme el tráfico de Insurgentes o de la Avenida Central, viajar por Eduardo Molina. Cual sería mi sorpresa al encontrarme una avenida llena de autos, por la que mi tiempo de viaje sería igual o mayor que por las susodichas vías que pretendía evitar.

¿A qué se debía tal congestionamiento? Al parecer a un ingenioso ingeniero (con cacofonía y todo) se le ocurrió que sería buena idea poner un carril del metrobus sobre esa avenida, reduciendo una vía de cuatro carriles a sólo tres; pero aún hay más, no sé si al mismo señor, o a uno diferente, se le ocurrió la genial idea de poner un carril para bicicletas, quedando una avenida de tan sólo dos carriles con un tránsito lento y tedioso como en el resto de la ciudad.

Ahora, yo no estoy en contra del uso de la bicicleta y alternativas más ecológicas que los vehículos de combustión interna. Por eso era mi pregunta inicial: ¿conocen la avenida Eduardo Molina? Para los que la conozcan sabrán que dicha vía cuenta con un enorme camellón lleno de árboles, y caminos por los que suelen conducir los ciclistas sin riesgo alguno. En mi recorrido de ayer ¿saben cuántos ciclistas vi por el carril para bicicletas? Cero. ¿Cuántos circulando por el camellón? Al menos cinco. Eso me hizo pensar que hay algo mal planeado en las soluciones para el transporte público en la ciudad de México.

Pero ¿qué es lo que está pasando realmente? La opinión de un humilde ciudadano es que todo está mal, desde la raíz. Tenemos legislando a un grupo de individuos, afiliados a un partido político, que votan sobre las decisiones que competen a millones de personas, sin tener la más mínima idea de la problemática a la que se enfrentan. Tenemos ingenieros legislando sobre educación, abogados sobre salud, licenciados sobre vialidades y especialistas sobre nada. Yo no dudo que hay gente muy bien intencionada tratando de proponer leyes, pero al parecer siempre termina ganando el interés del partido, ni siquiera la del individuo. Y es que ¿cómo puede decidir lo que es mejor para un país si no conoce las necesidades de ese país?

¿Cómo puede decir qué necesita el transporte público quien no viaja en él? ¿Cómo puede decir qué le falta a la educación pública quien se educa en instituciones privadas o fuera del país? ¿Cómo puede fijar el salario mínimo y decir que alcanza para vivir dignamente quien percibe él solo la cantidad suficiente para mantener a 50 personas? En fin, lo que yo creo es que México no es Carlos Slim, y que no podemos tener como legisladores a quienes sólo se preocupan por los intereses de los grandes empresarios. Todos ellos dicen estar comprometidos con México, y la verdad es que sí les creo, pero sólo por una parte de México, sólo por la gran industria mexicana y nada más. Pero ¿qué se puede hacer para cambiar las cosas?

Y no es que idolatre al señor López Obrador, pero su propuesta de reducir el salario a los altos funcionarios públicos me pareció muy acertada, pero no sólo eso. Creo que quien me diga que está realmente comprometido por los intereses de su país tiene que demostrarlo. Son “funcionarios públicos”, o sea que funcionan para el pueblo. En pocas palabras, las leyes deberían obligar a los funcionarios públicos a viajar en transporte público, ganar el salario mínimo (instituido por ellos mismos), educarse, ellos o sus hijos, en escuelas públicas, vivir en casas de interés social o en colonias marginadas, conocer la vida del promedio de los mexicanos para poder saber cuáles son sus auténticas necesidades, y no las que ellos se imaginan. Porque sí, es muy bonito decir “voy a hacer una cruzada nacional contra el hambre” siempre y cuando no afecte lo que llega a mi mesa ¿no?

Y por último, yo creo que en la cámara de senadores y de diputados, no deberían dejar opinar sobre cuestiones legales a quienes no fueran especialistas en el tema. Los médicos legislan en el sector salud, los pedagogos y profesores en la educación, los ingenieros civiles en vialidad, etc. A más, el gobierno no debería mantener partidos políticos. Siempre anuncian por los medios de comunicación masiva sus intenciones de tener un México “incluyente y plural”, ¡Claro! Incluyente y plural con cinco partidos políticos con ideologías muy semejantes. ¿Cómo pretenden que cinco ideologías (en caso de que fueran realmente diferentes) sean las que se apliquen para más de cien millones de mexicanos? ¿Acaso sólo hay cinco tipos de personas entre tantos millones?


Pero vivimos en el país del absurdo total, es como vivir en una obra surrealista… y seguimos creyendo que “ahora sí vamos a avanzar”. Ya lo decía el maestro Chava Flores: “a qué le tiras cuando sueñas, mexicano”. Sigo soñando…

lunes, 27 de enero de 2014

Música

Nunca he tenido buena memoria. Por ejemplo, olvido rostros con facilidad, a grado tal que no puedo rememorar las efigies de mis seres más cercanos sí cierro los ojos e intento reproducir su imagen in mi cabeza.
            Sin embargo he notado, no sin cierta sorpresa, que la música suele hacer surcos en mi memoria, como un cincel en una hoja de mármol, y es capaz de dejar marcas tan profundas que pueden leerse incluso sobre mi piel.
            El día de hoy, mis recuerdos son tan borrosos, que a veces no alcanzo a distinguir una época y separarla de otra. Para mí todo está en el pasado, simplemente en el pasado, y todo el pasado es como una masa uniforme en la que no hay diferencia entre infancia, adolescencia o juventud, simplemente todo es parte del mismo ayer. Aun así, hay ciertas piezas musicales que permanecen vetadas, ocultas en lo más profundo de mi ser, porque representan una etapa de mi vida que, aunque fue maravillosa, sigue siendo doloroso recordarla.
            Últimamente he intentado recuperar parte de mi música favorita que ha quedado guardada en el archivo del tiempo porque escucharla me causa una cierta sensación de vacío, de abandono. El problema en realidad no es escuchar la música, me gusta, la disfruto. El problema tampoco es que me de nostalgia, que al escucharla añore el pasado al pensar en lo que perdí y quiera modificar mi presente. El problema es algo más profundo que no sé cómo solucionar. La música es más que música para mí. Hay cierto saxofón o cierta voz aguda que al sonar en mis oídos reviven más que simples recuerdos, reviven sentimientos, sensaciones…
            Sentir en mi piel una caricia que creía borrada hace mucho tiempo, volver a ver los tatuajes indelebles que parecían invisibles, volver a experimentar todo el amor y todo el horror de una época pasada… son sólo algunas de las maravillas que puede conllevar escuchar una canción. Aquella sensación de taquicardia, o la lluvia que mojaba mi piel que tiritaba de frío.
            Escuchar ciertos acordes, acompañado por mis seres queridos, no suele causar mayores complicaciones. Pero solo, a veces simplemente cierro los ojos sin darme cuenta. Entonces ya no soy, sino que fui, fui en el presente. Es tan intenso que a veces he llegado a pensar que no soy el único que puede sentir eso, que mis sensaciones son extensivas, como lo fueron antes. Y entonces tengo que escuchar la misma música, una y otra vez, hasta acostumbrarme a las sensaciones, acostumbrarme, porque sé que no dejarán de existir. Lo único que puedo hacer es esperar que llegue el día en que sean tan cotidianas que ya pueda escuchar esas canciones sin necesidad de reparar en lo que traen consigo.