miércoles, 30 de agosto de 2017

Y la lluvia no cesaba

Primero se cortó el suministro de electricidad, de manera repentina, súbita, casi a la par de la llegada de la lluvia. Como a las tres de la tarde el pálido sol que con brillos tímidos intentaba coronar el cielo se difuminó tras las nubes cada vez más negras. Las calles se vaciaron en unos cuantos segundos y una espesa noche se ciñó sobre la ciudad. Pasaron un par de horas, y la lluvia no amainaba. Los pocos refugiados bajos las cornisas o atiborrados en las tiendas comenzaron a resignarse y a correr bajo el agua para llegar hasta sus casas, y la lluvia no cesaba.
            Para las ocho de la noche, la ciudad estaba inmersa en una total oscuridad, apenas herida casualmente por algún automóvil que aún circulaba entre invisibles estelas dibujadas en los primeros charcos que buscaban presurosos alcanzar las alcantarillas para llegar a su destino. El monótono sonido de las gotas golpeando los tejados, ventanas, patios, calles pronto inundó el ánimo de los pobladores, quienes, como devueltos a una etapa anterior a la tecnología, guardaban un silencio contemplativo. Las pocas conversaciones fueron apagadas por el rugido del cielo y la gente se reunía alrededor del fuego de las velas, sin mirarse, sin hablarse. Y la lluvia no cesaba.
            Quienes disfrutaban del constante golpeteo de la lluvia y de la profunda oscuridad nunca antes vista en la gran ciudad durmieron profundamente; pero algunos otros, aterrados por las tinieblas inescrutables, no podían cerrar los párpados, aunque mantenerlos abiertos no representaba ninguna diferencia, sentían cierta seguridad en su ceguera voluntaria.
            A las siete de la mañana el agua le había ganado unos veinte centímetros al suelo. Se suspendieron todas las actividades citadinas, la electricidad no se restableció, las calles resultaban intransitables, no hubo escuela, ni trabajo. Las familias se reunieron frente a la ventana para contemplar la el agua que caía de un cielo apenas iluminado por un sol invisible. Las personas que vivían en casas con dos niveles comenzaron a subir sus posesiones más preciadas a las habitaciones más altas. Quien vivía al ras del suelo intentaba, en algún necio intento, sacar el agua por una ventana, en un cómico ciclo infinito. Y la lluvia no cesaba.
            Para la tarde de aquel día, el agua ya cubría las rodillas de una persona adulta. Fue como si el tiempo se petrificara en un instante. La gente quedó atrapada en donde estaba. No podían salir del motel donde se habían refugiado parejas de amantes buscando encuentros furtivos favorecidos por la oscuridad de la noche anterior; no podían salir del hospital los pacientes recién dados de alta, ni los enfermos, ni los familiares que se quedaron haciendo guardia, ni los doctores y enfermeras que llevaban más de dos días sin ver a sus familias; los veladores de las enormes tiendas o las grandes fábricas se sentaban sobre los escritorios, esperando que pronto la lluvia amainara un poco y podrían salir, no tan mojados, de sus prisiones accidentales. Pero la lluvia no cedía.
            Antes que la poca luz del día se desvaneciera por completo entre el manto nocturno Deucalión tomó sus herramientas y desconectó el sistema hidráulico de la casa. Tiró toda el agua del tinaco y vio cómo el agua corría y se fundía con las gotas de lluvia, y se le ocurrió que quizá su inconsciente hazaña contribuía a llenar la tierra de agua. Cuando el enorme tinaco estuvo vacío, llamó a su hermano menor, Noe, y lo introdujo en él, con algunos trapos y le pidió que lo limpiara y secara con mucho cuidado, luego cerró la tapa y se introdujo en el agua del suelo, que entonces ya le llegaba al pecho. Buscó algunas tablas, cuerdas, latas, botellas vacías y llenas, y todo lo que pudo encontrar. Fue por su hermano, quien había completado la labor encomendada, lo ayudó a salir, volvieron a cerrar el tinaco y ambos tomaron un baño en la lluvia fría, resguardando el pudor en las tinieblas. Y la lluvia no cesaba.
            Ambos hermanos se resguardaron bajo el techo de la habitación de la planta alta, aún seca. Se secaron el exceso de agua con algunas toallas y se acostaron en una cama que todavía no alcanzaba a guardar humedad. Deucalión besó a Noé, lo abrazó y ambos durmieron profundamente resguardados por el calor fraterno.
            Al amanecer del tercer día, la lluvia se había introducido en los ojos del pequeño Noe, y Deucalión intentaba secar su rostro húmedo con caricias y pañuelos. Tomaron un frugal desayuno, frío como los sentimientos que embargaban a Deucalión por las lágrimas de Noé. Ambos subieron a la azotea y comenzaron a trabajar, en silencio; Noé sabía lo que necesitaba su hermano antes que éste se lo pidiera, y lo apoyaba industriosamente, pero la lluvia no salía de sus inocentes ojos. Deucalión logró fijar las tablas al tinaco, formando una cruz lo más simétrica posible, amarró varias botellas vacías en los extremos de las tablas, luego hizo un pequeño cobertizo que cubría la tapa del tinaco, puso un tapón al ducto de salida, probó y comprobó amarres y lloró ocultando sus lágrimas entre el agua que llegaba de arriba. Y la lluvia no cesaba.
            Desde la azotea podían contemplar como el agua casi alcanzaba los dos metros antes de llegar al suelo. Entre la inquieta superficie flotaban diversos cacharros ignorantes buscando puerto entre cornisas y techos bajos. Entonces lo vieron casi en la oscuridad, la primera víctima hinchada como una balsa surcando la superficie acuática quien buscaba alcanzar las profundidades.
            Quizá la lluvia podría darles tregua una noche más. Durmieron en su cama con la lluvia golpeando las ventanas por fuera y los corazones por dentro. Pero la lluvia seguía y seguía.
            A la mañana siguiente, muy temprano, el sueño escapó de entre los párpados abiertos de Deucalión, mientras el cansancio aún lo mantenía prisionero tras las pestañas de Noé. Deucalión sintió el golpeteo del agua bajo el suelo y se levantó a hurtadillas. Guardó un par de frazadas en una bolsa de plástico, junto con las latas, botellas de agua, la linterna y las baterías y todo aquello que consideró necesario y lo llevó hasta el tinaco, esta vez cubriendo su cuerpo con un impermeable para no mojarse, pues creyó que ya no era momento. Bajó por Noé, lo despertó y lo llevó hasta el tinaco, entraron ambos y cerraron la tapa para cerciorarse de que sirvieran los respiraderos. Ahí permanecieron encerrados, en silencio, en la oscuridad del artefacto, sin saber si era de día o de noche, bajo el incesante sonido de la lluvia golpeando el cobertizo y las paredes de su refugio. Y la lluvia no cesaba.
            Cuando el nivel del agua por fin sacudió el refugio de los hermanos, el pequeño Noé se agarró a su hermano con fuerza y le dijo “tengo miedo”. ¿Qué hacer? Deucalión también estaba muerto de miedo, pero era el hermano mayor. Sólo abrazó a Noé mientras sentían una segunda sacudida más intensa. Se estaban moviendo. ¿Dormía Deucalión o permanecía en vela? Es algo que ni él mismo podría precisar. Dentro de su refugio la temperatura era agradable y quizá el dulce sopor lo mantenía en un estado de somnolencia. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que cerró la tapa de su nave? ¿Sería de día o estarían bien entrada la oscuridad? Quitó la tapa para asomar la cabeza y se encontró con el mismo cielo gris, la misma lluvia que caía inclemente sobre el cobertizo que la evadía de la entrada del tinaco. Comprobó con cierto orgullo que sus estabilizadores los mantenían a flote, evitando ser volteados por la corriente. Afuera el frío era intenso, pero no insoportable. El pequeño Noé quiso admirar lo que su hermano, así que Deucalión lo ayudó a asomar la cabeza. Era como estar en medio del mar. A lo lejos se veían algunos edificios que aún sobresalían como pequeñas islas.
            “Mira, Deucalión, allá” dijo con cierto entusiasmo el pequeño Noé, “es el hospital, lo ves, nos estamos acercando”. El corazón de Deucalión se inflamó de esperanza cuando alcanzó a ver, entre las espesas gotas de agua, gente que se movía en la azotea del hospital. “Mamá estaba allí”, dijo Noé, de cuyos ojos la lluvia se había retirado. Pero la alegría de Deucalión se desvaneció casi de inmediato, cuando, al estar un poco más cerca comprendió que la gente del hospital se encargaba de arrojar cadáveres por la borda. Y de pronto se encontraron navegando un cementerio flotante y hediondo de cuerpos hinchados y verdes.
            ¿Fue alguna marca particular, un tatuaje, la falta de alguna oreja o el exceso de dedos; o se trató de un simple presentimiento, de un tácito reconocimiento lo que llevó a los hermanos a cerrar la tapa de su nave mientras el cielo se confundía a grado de no saber si la lluvia era más intensa afuera o adentro del tinaco? ¿Qué palabras podría proferir Deucalión que brindaran a su hermano un consuelo que el mismo no encontraba, mientras la oscuridad se internaba cada vez más profunda en el provenir de los hermanos? Mas la lluvia no paraba.
            Que ironía saberse cercado de agua y que las botellas comiencen a verse vacías. Deucalión de vez en cuando sacaba la mano con una botella abierta para rescatar el agua que les caía del cielo en abundancia, pero la comida comenzaba a verse escasa, sin posibilidad de que les cayera también del cielo. Deucalión comía apenas lo indispensable, y se la pasaba horas y horas dormido en una posición incómoda. Se sentía obligado a guardar las provisiones para Noé, quien ya no tenía a nadie más que a Deucalión, pero éste no se daba cuenta que ya tampoco tenía a nadie más.
            “Deucalión,” llamó, Noé en algún momento, “¿y si mamá es la lluvia que nos abarca con su amor por todos lados?” “Sí, debe ser” Respondió Deucalión, y se aferró a la mano de Noe con las fuerzas cada vez más tenues. El movimiento armónico de su nave le cerraba los párpados casi con furia. El silencio le resultaba casi sepulcral. Se sentía inmerso en la nada, de vuelta en el caos informe del principio de los tiempos, antes del fuego y las hogueras, sólo flotaba entre las aguas equidistantes unas de otras. El silencio cada vez más profundo, y luego, parecía que no habría nada más, sólo la acompasada respiración de su hermano. ¿Estaba soñando? No lo sabía. De pronto sintió frío, muy intenso. Tenía los ojos cerrados y veía a su alrededor miles de cadáveres flotando, tapizando la superficie del agua, ¿una pesadilla? No lo sabía. Luego una sacudida y el grito de su hermano “¿qué fue eso?”

Deucalión se incorporó con dificultad, es como si hubiera envejecido varios años, las fuerzas lo abandonaban. Quitó la tapa del tinaco y el aire frío lo golpeó de lleno en la cara. El tinaco había chocado contra alguna cima, todavía informe, que se levantaba orgullosa en medio de la inundación. La lluvia había cedido. 

jueves, 22 de junio de 2017

Decir adiós

Dicen que durante la adolescencia comienzas a sufrir una serie de cambios que te convertirán en una persona adulta: se te engruesa la voz, te crece vello púbico, barba, bigote, te sientes desconcertado, malhumorado, molesto por cualquier cosa, crees que nadie te entiende, pero, sobre todo, recalcan una y otra vez que comenzarás a ver a las mujeres de forma distinta. Resulta que cumples catorce años y las mujeres pasan de ser tus compañeras de juego a convertirse en una especie de presa que debes asechar, ya no pueden ser tus amigas, porque de repente te conviertes en un enemigo, alguien en quien no se puede confiar, y debes mantenerte alejado de ellas, guardar la distancia, a menos, claro, que estés pensando en casarte, tener hijos, y vivir para siempre a su lado, de lo contrario, es mejor no hablarles y… bueno, la adolescencia es un período difícil.
            No quiero decir que yo sea una persona especial y que ninguno de esos cambios tuvo efecto en mí, porque soy único y diferente de todos los demás. No es eso, lo cierto es que mi voz no se volvió más gruesa, mi cara es tan lampiña como hace cinco años y las mujeres… bueno, me causó una gran impresión que de repente ya no estuvieran ahí, ya no quisieran (o no tuvieran permiso) de ir al cine, al parque, al centro comercial conmigo. Como estudio en un colegio de varones, de por sí ya era complejo mantener unas pocas amistades con chicas de mi edad, así que de repente me sentí abandonado, abrumado y solo. Sí, creo que después de todo sí había entrado en la adolescencia junto con todos los demás.
            Gabriel era mi mejor amigo en la escuela. Él es un tanto excéntrico, un muchacho muy desinhibido, a diferencia mía, que solía hacer bromas sobre que era homosexual en una escuela católica, todo un caso, yo me doblaba de risa cada que les decía a los otros compañeros que estaban bien guapos y trataba de tomarlos de la mano. Gabriel y yo hacíamos todo juntos: íbamos a la escuela, luego al gimnasio, estábamos en la misma compañía de teatro, él quería ser actor, yo sólo entré por él, teníamos los mismos amigos en común, juagábamos a los mismos juegos. Y de compañeros y amigos nos convertimos también en cómplices, cuando Gabriel comenzó a interesarse en las chicas, me volví su brazo derecho, me encargaba de conocer a la muchacha en cuestión, saber qué le gustaba, sus intereses, sus miedos, y luego realizaba una estrategia para que Gabriel pudiera conquistarla, y funcionaba.
            Todo iba bien, hasta que llegamos a los últimos meses de la secundaria. Ambos teníamos un plan, nos quedaríamos a estudiar la preparatoria en la misma escuela, seguiríamos siendo los mejores amigos para siempre, haríamos mejores planes para conquistar muchachas. Gabriel se interesó en Lucy, la amiga de una amiga, y comenzó mi tarea de investigación. Acercarme a Lucy no fue nada sencillo, ella era mucho más compleja que el resto de amigas que teníamos, era, por decirlo de alguna forma, más madura. Casi puedo asegurar que Lucy, desde el principio, sabía cuál era nuestro modus operandi, pero no se inmutó, me seguía la plática, y hasta me buscaba para conversar. Salimos un par de veces luego de la escuela y tuvimos conversaciones muy profundas e interesantes. En nuestra tercera cita Lucy me preguntó, sin mayores rodeos, por qué hacía eso por Gabriel, entonces no supe qué decir, me quedé pasmado, jamás imaginé que alguien pudiera sospechar que Gabriel y yo estábamos coludidos. Le respondí que no era por Gabriel, que lo hacía por mí, porque ella me gustaba. Y hasta cierto punto era verdad, esas semanas que habíamos compartido hicieron que comenzara a estrechar lazos con Lucy. Ella no respondió, se acercó mucho a mí, me miró directamente a los ojos, me tomo de la cabeza con ambas manos y me dio un beso en los labios. El tiempo se detuvo por un momento y yo me quedé ahí, sintiendo en los labios de Lucy la traición que le hacía a Gabriel. Cuando Lucy separó sus labios de los míos, yo respiraba aceleradamente, mi corazón palpitaba a toda velocidad en mi pecho y sentí como la sangre coloreaba mi rostro. Entonces Lucy me dijo: “lo que dices no es verdad. Mira, no andaré con Gabriel, pero si tú de verdad quieres que sea tu novia, llámame. Por cierto, no respondiste mi pregunta, y no quiero que me respondas ahora, pero respóndete a ti mismo, no te engañes ¿por qué haces esto por Gabriel?” Dio media vuelta y se fue.
            Regresé a casa desconcertado. No sabía qué iba a decirle a Gabriel, pero, sobre todo, no sabía a qué se refería Lucy. Estuve pensando durante horas y horas qué quería decir, pero no lo comprendía. Y el beso… había dado mi primer beso a una pretendida de Gabriel ¿cómo podría decir que era su mejor amigo? Me sentía tan mal que no quería volver a ver a Gabriel, estaba tan avergonzado. Fingí una enfermedad para no ir a la escuela, pensé que sería suficiente para darme tiempo y pensar, pero no fue así, a las tres de la tarde llegó Gabriel a mi casa, preocupado porque me había enfermado. Le pedí que se fuera, porque no quería contagiarlo, pero se quedó, ahí, parado en la puerta, con una sonrisa franca, luego me dio un abrazo y me dijo “no te ves enfermo”. Entonces yo me puse muy nervioso. “Gabriel, debo hablar contigo, es sobre Lucy…”, “A, no má” me interrumpió “ya tienes un plan, la verdad es que esa chava sí me gusta un buen”, “mira, no sé cómo decirte esto…, es que ella no quiere andar contigo porque… le gusta alguien más”, “Ah, sí ¿Quién?”, “Yo…”, “¿En serio? Oye, felicidades, por fin tendrás novia…”, “Gabriel, ¿no estás enojado?”, “Ay, no mames, ¿no me digas que por eso no fuiste a la escuela hoy”, “yo…”, “mira, está muy chido que le gustes a Lucy, la neta eres bien chido, hasta yo andaría contigo”. Entonces me dio la mano y pude sentir la fuerza de su apretón. Lo rodee con mis brazos y comencé a sentir que no quería que aquel momento terminara nunca. Una fuerte emoción me invadió y sólo pude manifestarla derramando lágrimas sobre su hombro mientras intentaba decir gracias. Gabriel me secó las lágrimas con su playera, me dio una palmada en la mejilla, luego me guiñó un ojo y me dijo “nos vemos mañana en la escuela”.
            Parecía que todo volvería a la normalidad, pero en la siguiente fiesta que fuimos juntos, conocimos a Samantha y a Gabriel le gustó. Entonces comenzamos llevar a cabo el plan para que él y Samantha se volvieran novios. Pero tampoco funcionó, de alguna forma me volví muy amigo de Samantha, pero ella no quería andar con Gabriel. ¿Es que acaso yo estaba haciendo algo de manera inconsciente para evitar que Samantha saliera con él?
            Estábamos a unas semanas de graduarnos de secundaria, cuando les dije a mis padres que quería cambiarme de escuela, que ya no quería seguir ahí, que había buscado otras opciones y creía que estaría mejor en una escuela mixta, no en una de varones. Mis padres, muy desconcertados al principio, trataron de convencerme de que me quedara ahí. Pero yo supliqué que no fuera así. Finalmente accedieron a cambiarme, de último momento. El último día de clases, informé a todo el grupo que no continuaría con ellos el próximo año. Todos quedaron estupefactos, pero yo quedé pendiente en todo momento de la reacción de Gabriel. Se hizo una rueda a mi alrededor, todos me abrazaban y me decían que me extrañarían, sólo él se quedó alejado. No fue sino hasta el final del día cuando se me acercó, con lágrimas en los ojos y me preguntó “¿por qué te vas? ¿qué voy a hacer en la preparatoria sin ti?”, “estarás bien” le dije “quizá podamos vernos de vez en cuando, no es el fin del mundo”, “Eres mi mejor amigo ¿lo sabes?”, entonces no pude contener más las lágrimas “lo sé, pero estarás mejor sin mí”. No sé por qué lo dije, pero fue así. Luego me fui de la escuela, subí al auto en el que mis papás fueron a recogerme, y mientras enjugaba mis lágrimas envié un mensaje a Lucy para concertar una cita.
            Cuando llegué con Lucy, ella me miró con una sonrisa pícara, y sin más preámbulo me dijo “ya tienes la respuesta ¿verdad?”. Asentí con la cabeza. “Lo hice porque lo amo…” Sentí como un viento tibio desordenaba mis cabellos.