lunes, 4 de abril de 2016

El Tlalocan olvidado

La primavera ha concluido su cíclico andar y Tláloc vierte sus mermadas fuerzas sobre el Anáhuac, pero sus habitantes miran desganados a través de las ventanas sin prestar mucha atención. Algunos transeúntes aceleran su paso para alcanzar su destino y continuar con sus actividades. Tláloc ruge furioso, pero a penas si alguien levanta un poco la mirada y sigue adelante. Y Tláloc, mi querido Tláloc, llorando de tristeza y de rabia con todas sus fuerzas llama en vano a quien le ayude a recuperar su antiguo señorío.
            ¿Qué te ha pasado, Dios de la lluvia y el trueno? Antes todo era diferente, al primer grito de Tláloc todo el Anáhuac se paralizaba, sus habitantes sabían que la ira de Tláloc era devastadora, y desde tu primer llamado todo mundo acudía a rendirte homenaje. Ellos derramaban el líquido precioso y tú, a cambio, nutrías fuertes sus cosechas. ¿Dios de la lluvia y el trueno, qué te ha pasado?
            Ahora no eres más que un nombre inscrito con caracteres latinos en el panteón de las deidades olvidadas. ¿Recuerdas cuando tú y Quetzalcóatl jugaban con el cielo? Tú rugías con fuerza ennegreciendo las nubes y él esparcía la noche soplando con sonoras carcajadas.  ¿Recuerdas como, complacidos, veían caer la afilada piedra de obsidiana sobre los fornidos pechos de los  compañeros de Tonatiu? Y tú mirabas complacido porque sabías que el sol habría de levantarse nuevamente por el oriente.
            ¿Con qué ignominiosa ofensa agraviaste a Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli para que deviniera tan cruel enemigo tuyo? Porque él, oculto entre los arcabuces españoles, marchó contra Tenochtitlan, y tu recuerdo se convirtió en pasto de su venganza.
            ¡Oh, cuan maravillados y sorprendidos contemplaron los sacrificios los hombres blancos! ¡Qué horror, qué barbaridad, qué crueldad! ¡Esto es inhumano! Almas corrompidas que no conocen a Dios… almas corruptas que no conocen a Tláloc. Han sometido a tu cálido pueblo con el frío de su acero y lo obligaron a desgajar, con el mismo acero, las entrañas de la tierra, lo obligaron a cavar el camino sin retorno, el camino hacia el Mictlan.
            Pueblo sanguinario, cruel, despiadado. Pueblo envidioso, que condena la muerte no por encontrarla horrorosa, sino por juzgarla inalcanzable. El sacerdote se convirtió en la víctima y el sol sigue saliendo por el oriente, pero ahora tirado por su carro de caballos.
            Y tu pueblo, Tláloc, tu pueblo, emergiendo desde las entrañas de la tierra, con el acero en alto, intentó volverte a tu trono de antaño. Pero sus manos, habituadas al brillo negro de la ligera obsidiana, no saben cómo blandir el pesado acero. Han mutilado sus lenguas y ahora no saben cómo alabarte. Han doblegado sus espaldas y ahora, cual Pípila, cargan todo el amor de su madrastra a cuestas, y no pueden volver sus ojos hacia el cielo. Inclinados y ciegos levantan sobre sus espaldas el estandarte de María.
            Tláloc, rugiste con fuerza, pero tu fuerza destructora ya no fue capaz de arrasar todo el valle y purificar a los impíos que te han olvidado. Quieres inundar el Anáhuac, pero Cristo sabe cavar drenajes profundos que canalizan tu ira, ha secado el lago de Texcoco, poco queda de tus miembros ahora putrefactos.

            Vuelve, Tláloc, el próximo año, y el que sigue, y el que sigue. Quizá algún día encuentres tus fuerzas perdidas, quizá algún día hagas emerger tus templos, que ahora yacen bajo tierra. Quizá algún día vuelvan tus sacerdotes al Tlalocan olvidado.