sábado, 24 de abril de 2010

Mi misterioso retorno a la ciudad de Creta

Era ya más de medio día cuando comenzaron a reparar el automóvil. Yo me acercaba para ayudar, pero había demasiada gente muy ocupada en ello y como "más ayuda el que no estorba" preferí retirarme de allí y recorrer el monasterio.
Me encontraba en una antigua fortificación, según me decían tenía más de doscientos años. Caminaba tranquilo mirando cada detalle del lugar. Lo primero que me llamó la atención fue la falta de ventanas hacia el exterior. Fuera de la puerta principal, por la que había ingresado, no había otra manera de mirar que había más allá de las murallas.
Caminé hacia un patio, el más agradable de todo el monasterio porque a más de hacer las veces de jardín, era el único espacio del monasterio que dejaba ver el cielo, la única ventana al mundo externo sólo dejaba ver el cielo, no la realidad. Pensé que la extraña disposición arquitectónica del lugar se debía a que, siendo un monasterio, invitaba a los antiguos ocupantes a la meditación, a la contemplación y al recogimiento interior.
Al monasterio entraban toda clase de personas. Todo el día entraban, pero no era posible salir en cualquier momento, había horas específicas y, al parecer, se necesitaban permisos especiales para ello. Yo mismo, que había llegado allí sólo como viajero de paso, tenía prohibido salir. Afuera las cosas no eran sencillas. La escases de combustible y de agua potable habían convertido al mundo en un lugar violento, peligroso, sucio, inconforme. Yo lo sabía porque yo venía de fuera.
Seguí recorriendo el monasterio, esperaba algo impaciente la caída de la tarde para poder salir de ahí. Como peregrino que era, mi alma no podía sentirse tranquila allí, encerrada, en un lugar tan tranquilo, tan silencioso, tan lindo. Llegué a un cuarto dónde una hermosa joven, al rededor de los 21 años, estaba reuniendo gente para una sesión fotográfica. Ella, con su teléfono celular de última generación, tomaba fotografías de las personas del pueblo para hacerles perfil en "facebook". Al parecer era el único medio de comunicación popular. Quien no poseyera un perfil en internet se convertía en un absoluto desconocido y, por ende, alguien peligroso. ¡Qué vida la mía!
Fui a comer algo con la intensión de preparar mi estomago para continuar mi viaje. En la habitación que hacía las veces de cocina, comedor y sala de reuniones, estaba esperándome tanto un buen plato de sopa, como el mecánico y conductor del automóvil. "De aquí nos moveremos rápidamente a Googleland, sin perder un minuto, viajaremos de noche, esperamos llegar allá antes de la media noche, han estado ocurriendo eventos inesperados y no deberías viajar solo. ¿Vendrás con nosotros?" Me dijo. Mi respuesta fue negativa. Googleland era otra ciudad fortificada que se hallaba en lo que antes fuera Querétaro. Luego de la crisis económica, las guerras mundiales por el petróleo, el surgimiento de nuevas armas y su desaparición, todo el mundo, como era antes, había desaparecido casi por completo. Ahora sólo estaban las ciudades fortificadas y el exterior. Estas ciudades habían tomado nombres extraños, tales como Googleland, nombres tomados por los pobladores, haciendo referencia a algo representativo de su vida pasada.
Pero mi destino era otro. Yo deseaba visitar una vez más la ciudad de Creta, instaurada en los restos de la antigua ciudad de México. Creta era famosa por ser la última ciudad con agua potable abundante. Era en verdad un lugar mítico. Ya antes había estado allí. Era un lugar construido con disposición de las antiguas ciudades chinas. Dentro de sus murallas se encontraba la mayor extensión territorial de árboles vivos. Abundantes ríos de agua cristalina corrían desde el corazón de la ciudad. Las casas, construidas a manera de pagodas, distaban una de otra, separadas por el bosque cuasi silvestre. El agua que se "producía" en Creta era entubada y llevada a muchas partes del mundo, por ejemplo, el monasterio en el que yo me encontraba, estaba alimentado por la ciudad.
El mecánico que me había acompañado hasta aquel monasterio, al escuchar mi negativa de acompañarlos me miró con ojos amonestadores y me dijo "Creta no es la de antes, no deberías ir allí, y mucho menos solo". Le agradecí su preocupación y salí del lugar luego de haber saciado mi hambre.
Al despuntar la tarde abrieron las puertas del monasterio. El automóvil salió como bólido haciendo un estridente ruido que rompió el silencio del lugar. Yo salí caminando con paso tranquilo, apenas me había alejado unos metros del monasterio cuando me dieron alcance dos peregrinos más, un enigmático joven de cabellera larga, una capa negra cubría su cuerpo, y llevaba en la cara una marca extraña, como si ácido sulfúrico hubiera quemado su piel; la otra persona que con él caminaba era la joven hermosa que antes había visto en el monasterio. Me dijeron que ambos se dirigían a la ciudad de Creta y me acogieron con ellos como si fuera un antiguo amigo.
Anduvimos a paso rápido por entre las ruinas de lo que antes fuera una ciudad. Caminamos cuesta arriba, pues a Creta se llega subiendo. A la distancia pude ver las hermosas murallas de la ciudad, pintadas de anaranjado y rojo. Un enorme caudal de agua salía pendiente abajo con una fuerza increíble. Como si una tubería tuviera alguna fuga. Cerca ya de la entrada a la ciudad, la bella joven se despidió diciendo “nos encontraremos dentro” y comenzó a correr hacia las murallas de la ciudad. Estando a poca distancia de las murallas dio un salto logrando así entrar a la ciudad, pasando por sobre las paredes de más de cinco metros de algo.
El enigmático personaje que se quedó a mi lado, al ver mi cara de asombro causado por la impresión de ver a una muchacha saltar de aquella manera, simplemente me dijo “no esperes ser bienvenido en Creta” y seguimos caminando. Anduvimos un largo trecho caminando junto a las imponentes murallas hasta que por fin aquel hombre encontró lo que estaba buscando: una pequeña puerta oculta. La abrió y me indicó que pasara, luego cerró tras de sí. Al fin estaba en Creta.
La pequeña puerta nos había hecho entrar a la ciudad justamente por la zona dónde el agua era bombeada hacia afuera. Allí pude ver las bombas, los tubos, los cables. Parecía un lugar ruinoso. Estaba solitario, como abandonado. Esa no era la ciudad que yo conocía, era como si las gigantescas murallas no pudieran contener que lo de afuera fuera entrando poco a poco. Había una cisterna gigantesca, la cual tuvimos que saltar para poder llegar a un suelo de cemento. El lugar estaba lleno de puertas y cuartos que al parecer mi acompañante conocía a la perfección. Al entrar en una habitación lo que parecía un velador del lugar nos vio y comenzó a amenazarnos. Nos dijo que saliéramos de allí, pero mi compañero, sin hacerle caso, me indicó que lo siguiera. Entramos a otra habitación la cual se veía aún más deteriorada. Eran los pasadizos subterráneos de Creta, construcciones creadas para dar mantenimiento a toda la red de tuberías de la ciudad. Mi compañero parecía guiarse por los tubos entre el enorme laberinto por el cual nos habíamos metido. Avanzábamos más y más, yo no encontraba el final, un pasillo tras otro, una oscuridad casi total reinaba en aquel lugar abandonado. Sólo la luz de una antorcha iluminaba nuestro camino. Finalmente llegamos a un punto en el que mi compañero comenzó a revisar todos los tubos, parecía perdido, los miraba con detenimiento y cuidado. Yo me tomé la libertad de alejarme un poco y ver a mi alrededor.
No muy lejos de donde estaba mi compañero me encontré con una puerta de metal en muy mal estado, parecía que podría abrirse de una patada fácilmente. No quise abrir, pero me acerqué a ella. La puerta estaba carcomida por el oxido, y tenía algunos agujeros y pude ver a través de ellos porque afuera ya había amanecido y la luz del sol brillaba claramente. Allí estaba Creta, la verdadera Creta, árboles, ríos, casas, calles empedradas, todo estaba fuera de esa puerta. Tras de esa puerta estaba la ciudad de mi infancia, conocía esas calles, esos árboles, conocía ese lugar que estaba tras la puerta. Sabía dónde estaba y mi corazón se llenó de alegría y esperanza. Regresé con mi compañero para informarle acerca de mi hallazgo pero, al llegar con él, el me miró y me dijo que había encontrado el camino. Quise mencionarle lo de la puerta pero él me dijo “estamos ya muy cerca, sígueme”. Yo lo seguí. Siguió el curso de un tubo en específico, subimos unas escaleras y arriba llegamos a una habitación más amplia. Se veía casi destruida, parecía que el techo se vendría abajo en cualquier momento. Las paredes parecían estar hechas sólo de yeso. Mi compañero rompió una de las paredes y atravesamos hacia otra habitación…
Allí encontramos algo horroroso. Algo como una enorme serpiente de un solo ojo. Parecía sangrar. Era como si estuviera hecha sólo de músculos, sin piel. Al ver a mi compañero se arrastró rápidamente hasta él y se escuchó que emitía una risa demoniaca. Enrolló a mi compañero quien, sin inmutarse demasiado, sacó una espada que traía oculta en la capa y comenzó a tratar de sacarle el único ojo a aquella bestia. Aquella cosa, fuera lo que fuera, esquivaba los golpes de mi compañero con singular destreza y se reía cada vez más y más. Finalmente la serpiente logró morder el brazo de mi compañero y éste le encajó la espada justo en el ojo. La serpiente se desprendió de él haciendo un ruido espantoso, cayó al suelo y se retorció. Mi acompañante se quitó la capa y pude ver que debajo no llevaba camisa. En el pecho tenía tatuadas tres figuras, eran tres dibujos de la hermosa dama que nos había acompañado hasta aquella ciudad. Las tres figuras eran idénticas salvo porque una iba vestida de negro, la otra de azul y la tercera de blanco. El enigmático joven miró la herida en su brazo, luego pude ver como se agarraba la cabeza con ambas manos y una de las figuras de su pecho, la que estaba vestida de blanco, tornaba sus ropajes en color negro.
Aparecieron corriendo dos lobos que atacaron al enigmático joven, el luchaba contra ellos pero no lograba dominarlos. Me acerqué para ayudarlo. En cuanto golpee al primer lobo con mi bastón de peregrino, mi compañero pudo levantarse del suelo y tomando una gran bocanada de aire gritó “Perikééééééé”…

lunes, 12 de abril de 2010

Para llegar al cielo, hay que nacer de nuevo

De noche fue Nicodemo a la casa de Jesús, y le dijo: "tú eres maestro, enviado de Dios eres tú"... y Jesús respondió "para llegar al cielo, hay que nacer de nuevo"... "¿cómo renaceré, como llegar hasta mi madre y de nuevo nacer?"...

En verdad, en verdad os digo, la vida es un continuo, no se detiene sino hasta el punto en el que no puede ya jamás volver a marchar. Somos libres, mas nuestra libertad tiene fuertes repercusiones, a grado tal que uno se pregunta ¿no vale más la pena ser esclavo del Señor? Al menos así él sería responsable.

Por lo demás no hay que preocuparse, pues no sólo de pan vive el hombre, de hecho por el mundo caminan muchos cadáveres devoradores de pan. El alimento para el alma es muy escaso y muy caro hoy en día, además ¿a quien le importa alimentar el alma? Mientras más rápido muera de inanición es mejor, así hay una cosa menos por la cual preocuparse.

Lástima que la mía sea más correosa que un "chito"...

domingo, 11 de abril de 2010

Ha surgido de la tarea

Hay pocos recuerdos que han logrado trascender en mi memoria. Tal vez esto se deba a que carecen de importancia en mi vida; tal vez me he querido olvidar de ellos por encontrarlos amargos, tristes, horribles; o simplemente no soy muy memorioso. El punto es que, mientras leía el ensayo de Montaigne El provecho de unos es perjuicio para otros, no pude más que tener una reminiscencia y volver a mis años de enseñanza secundaria, cuando una profesora nos contó una anécdota, al parecer sacada de algún libro de superación personal, pero que me marcó de por vida, según me percaté.
Consistía el relato en lo siguiente: un pescador en un muelle sacaba cangrejos del agua y los colocaba en un par de botes que tenía allí dispuestos, uno de ellos estaba tapado, el otro no. Cuando un curioso preguntó por qué tapaba un bote y el otro no, el pescador le respondió: “los tapados son cangrejos japoneses, si los dejo destapados se agarran con sus tenazas uno a uno y hacen una especie de escalera, de manera que se salen del bote sin dejar ninguno dentro; en cambio los destapados son mexicanos, si uno trata de salir, los otros lo toman con sus fuertes tenazas y lo hunden hasta lo más profundo del bote”.
Tristemente vi mi realidad reflejada en esa pequeña anécdota. Creo yo que es la envidia y el egoísmo los que hacen que queramos sacar ventaja de las desgracias de otros.
Este año nos llenan de publicidad sobre la celebración del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución. Nos invaden con anuncios propagandísticos de “¿qué le vas a regalar a México?” o “tenemos mucho que festejar porque somos orgullosamente mexicanos”. Pero ¿qué orgullo habríamos de sentir por un país que en quinientos años de historia no ha podido levantarse de su fuerte caída, tras una conquista que terminó con el orgullo y dignidad mexicanos?
¿Acaso vamos a “celebrar” doscientos años de esclavitud disfrazada, de represión, de crisis económica y moral, de pobreza, de malinchismo, de desaparición de nuestras costumbres autóctonas, de vergüenza? En verdad que “el provecho de unos es perjuicio para otros”, en nuestro país se ve muy claro: mientras unos cuantos sacan provecho, varios millones nos vemos perjudicados. Pero ¿cómo cambiar una mentalidad egoísta y envidiosa? ¿Cómo impulsarnos unos a otros para que todos pudiéramos sacar ventajas sin dañar a nuestros compañeros?
Sin embargo, gritaremos “viva México” y nos sentiremos orgullosos durante una noche iluminada por pirotecnia, siendo mexicanos, viéndonos como hermanos durante unas horas, creyendo que valió la pena derramar sangre de nuestros “héroes” patrios; cantaremos “mexicanos al grito de guerra…” y seremos un solo pueblo; al menos durante una noche, todos reunidos en la plancha del zócalo, mientras no faltará el verdadero “buen mexicano” que extraiga, con increíble sigilo y precisión, la cartera de nuestro bolcillo.
No sé quien dijo: “la unión hace la fuerza”, y sé que fue Julio César, aunque no recuerdo en dónde, quien dijo “divide y vencerás”. Ambos dichos dieron resultado en algún momento. En nuestro país siguen dando sus frutos. Mientras nos dicen “la unión hace la fuerza”, todos juntos como mexicanos a celebrar la gran fiesta de México; lo que no nos dicen es que bajo la apariencia de igualdad, nos dividen y fragmentan para vencernos. México jamás ha sido un solo pueblo. Y gracias a los que predican que nos unamos –mientras nos dividen de maneras muy astutas– jamás lo será.

¿Lo dijo Tolkien?

En realidad no sé si sean sus palabras, las de un traductor, las de aquella persona que adaptó los diálogos a las películas o una paráfrasis mía; el punto es que "¿qué puedes hacer cuando en tu corazón comienzas a entender que hay ciertas heridas tan profundas que no pueden sanar con el tiempo?" El tiempo no cura todas las heridas, eso es verdad, y el concepto no sería tan difícil si pudieras vivir con la esperanza de que con el tiempo sanarás, pero, cuando cae el telón de la existencia, cuando el drama de la vida te golpea los ojos con tal intensidad que te ciega, cuando comprendes que el tiempo no cerrará aquella herida, la que más te duele, la que más te pesa ¿qué entonces?

Tal vez, como Frodo, lo único que resta hacer es alejarse de este mundo y vivir con los elfos, tratando de pasar de forma tranquila el resto de los días, hasta que la herida termine de consumirnos con una lenta agonía...

sábado, 10 de abril de 2010

Muerte repentina

Y de pronto se apagó la luz...

miércoles, 7 de abril de 2010

Cierta noche de primavera

¿Por qué?

No sé si será el sopor provocado por el calor desesperante que se encierra en mi habitación oscura, o tal vez sea la falta de alimento o las nulas horas de sueño. He visto imágenes. Algunas no muy gratas, aunque tampoco desagradables. El tiempo transcurre lento, la soledad se resalta por el agudo silencio que se rompe sólo por un reloj de manecillas: "tic-tac-tic-tac". He contado cada segundo desde que desperté, o tal vez desde que dormí ¿cómo saberlo? Han sido tantos... Ha pasado tiempo, sí, lo sé, cada segundo, he visto pasar frente a mis ojos semicerrados cada segundo... uno a uno, "tic-tac", sin embargo, no sé cuanto tiempo ha pasado. Pero los veo, pasan frente a mí y se desvanecen, como el continuo va y ven de las olas. El mar. A veces recuerdo el mar, su sonido estruendoso, su dulce contacto, sus maravillas ocultas en lo más profundo, en esos lugares que pocos tienen acceso. Pero todo ha quedado atrás. Los segundos pasan. Antes me fascinaba el mar, ahora me es indiferente. "tic-tac". ¿Qué hora es? ¿Cómo saberlo? El tiempo pasa en segundos, simples, llanos y continuos segundos. Es como si la oscuridad amplificara el sonido. La oscuridad, la noche. Antes me sentía protegido cuando su manto cubría mi cielo. Ahora me da miedo. ¿Cuántos segundos más han de pasar hasta que todo esto desaparesca? "tic-tac..."