jueves, 7 de agosto de 2014

El acoso no es violencia

La reunión a la que asististe terminó mucho más tarde de lo esperado. La media noche se acerca con paso vertiginoso, así que debes apresurar el paso para alcanzar el último vagón del metro que te lleve a casa, de lo contrario deberás pagar un taxi que te cobrará mucho más caro de lo normal y sabes que tu bolsillo no puede permitirse ahora ese lujo.

Al descender a los intrincados túneles del tren subterráneo comienzas a sentir un ligero mareo debido al exceso de cerveza que estuviste bebiendo desde antes que la noche comenzara y, junto con él, crece esa sensación de alegría y buen humor. ¡Fue una velada muy agradable! Te dices para tus adentros.

Pero tus pensamientos se ven interrumpidos debido al constante y apresurado sonido de unos tacones que golpean el piso detrás de ti y se aproximan a una velocidad considerable. Vuelves la vista y te encuentras con una linda muchacha. Lo primero de lo que te percatas es de los botines negros que borraron tu pensamiento anterior para sustituirlo por uno nuevo y, al parecer, más agradable: unas hermosas piernas enfundadas por unas medias casi transparentes, medio ocultas por un vestido negro no muy largo, pero tampoco excesivamente corto (como te hubiera gustado a ti). Tu mirada va subiendo lentamente: lindas caderas, lindos senos, cabello largo, cara agradable. Finalmente tus ojos lascivos se encuentran con su mirada, más tímida, menos deseosa, dirías más bien que casi nerviosa.

Por el atuendo que porta parece que va saliendo de una oficina. Aunque por la hora que es, lo único que se te ocurre pensar es que seguramente se quedó hasta tarde con el jefe buscando conseguir un aumento. Seguramente, piensas, es una chica fácil, y la verdad es que, ya vista de cerca, está bastante buena. Cuando por fin pasa frente a ti lo único que se te ocurre decir es “¿a dónde tan solita, guapa? No te vayan a robar”. Ves como ella trata de acelerar el paso y tú la sigues primero con los ojos disfrutando del espectáculo de su trasero contoneándose con nerviosismo; luego con los pies, porque tú también debes apresurarte para alcanzar el metro.

Cuando dobla en una esquina pierdes de vista al “bon-bon” que te saboreabas en tus pensamientos aunque aún escuchas el sonido de sus pasos, cada vez más apagados. “Pinche vieja güila. Sola, en la noche, de seguro ha de ser una prosti de lujo”, piensas. “Yo sí le hubiera pagado si me hubiera dicho cuanto”. Luego sonríes y sigues caminando lo más rápido que puedes.

Al llegar al anden ves que el metro ya está ahí detenido. Escuchas el timbre de la puerta y te apresuras a entrar en el vagón que te queda más cerca. Las puertas se cierran detrás de ti. Para tu sorpresa te das cuenta de que la hermosa mujer de vestido negro está frente a ti, sentada. El asiento frente a ella va vacío y decides ocuparlo. Sólo hay un pasajero más aparte de ustedes. Tú tratas de escrutar con la mirada lo que ella parece guardar con mucho afán juntando las rodillas y poniendo ambas manos en su regazo.

El tren se detiene en la siguiente estación. El pasajero que viajaba con ustedes sale y se quedan solos. Ella cruza las piernas y tú puedes distinguir un muslo muy bien formado, casi escultural. “Ya sabía yo que ésta es de las fáciles, nada más vio la oportunidad y luego luego me enseña las piernas”, piensas. Ella te mira con nerviosismo y luego baja la mirada, tratando de esquivar tus ojos. “¿Qué onda, guapa, no te vienes conmigo?” le dices. Ves su rostro y te parece que ella te sonríe. “Te vas a divertir, ¿qué no?” Vuelves a insistir. Ella parece ignorarte, pero tú estás seguro de que sonríe y que su cruce de piernas se vuelve más amplio, dejándote casi ver la nalga.

Estás tan entretenido viéndole las piernas que cuando el tren abre sus puertas en la siguiente estación tú no te percatas de nada. Apenas adviertes que se cerrarán las puertas por el timbre que lo anuncia. Si siguen solos o hay alguien más con ustedes es algo que ni sabes ni te interesa, lo único que ves con atención, casi como hipnotizado, son las esculturales piernas de la chica del vestido negro.

De pronto ella vuelve a sentarse con las rodillas juntas. Ese movimiento te devuelve a tu realidad. Te das cuenta de que la muchacha mira al piso, y hace ciertos ademanes con las manos, como si quisiera levantarse y no se atreviera. Al observar a tu alrededor te das cuenta de que casi has llegado a la estación en la que te tienes que bajar. Intentas ver por última vez lo más profundo de la falda de la muchacha, luego te levantas de tu asiento y te paras mirando hacia afuera. Mientras esperas que el tren llegue a tu destino comienzas a fantasear con la linda muchacha que ahora está detrás de ti.

El tren llega a la estación. Antes de que las puertas se abran tú sientes una presencia detrás de ti. Una mano te abraza y y te toca con suavidad, primero el abdomen, luego el pecho. Ni siquiera notaste cuando se levantó y se puso detrás de ti, pero comienzas a sonreír y le dices: “ya sabía que te ibas a animar”. Bajas la mirada para ver la mano. Es una mano fina, muy cuidada (aunque te parece ser un tanto grande), tiene las uñas pintadas de morado. Te parece muy curioso que no te habías percatado de ese detalle hasta ahora. Baja hasta tus piernas cuando la puerta se abre, debes bajar, pero no quieres perderte esa oportunidad, así que decides quedarte quieto y ver cómo se desenvuelve la situación.

Suena el timbre de la puerta. La mano comienza a rozar tu entrepierna y, con una maestría casi inverosímil, desabrocha tus pantalones que caen al piso justo en el momento que la puerta se cierra.


Sientes primero como te desprenden de tu ropa interior, inmediatamente después sientes una fina y fría hoja de metal rozando tu cuello. Cuando el tren comienza a avanzar lo último que alcanzas a ver por la ventanilla es a la linda muchacha del vestido negro caminando apresurada y nerviosamente hacia el túnel de salida.

jueves, 17 de abril de 2014

Circulando por Eduardo Molina

¿Conocen la avenida Eduardo Molina? Hace algunos años yo solía circular muy frecuentemente por ahí, y en todo ese tiempo jamás encontré un congestionamiento vehicular digno de mención, ni siquiera en horas pico. Resulta que el día de ayer, recordando viejos tiempos, se me ocurrió que sería buena idea, para ahorrarme el tráfico de Insurgentes o de la Avenida Central, viajar por Eduardo Molina. Cual sería mi sorpresa al encontrarme una avenida llena de autos, por la que mi tiempo de viaje sería igual o mayor que por las susodichas vías que pretendía evitar.

¿A qué se debía tal congestionamiento? Al parecer a un ingenioso ingeniero (con cacofonía y todo) se le ocurrió que sería buena idea poner un carril del metrobus sobre esa avenida, reduciendo una vía de cuatro carriles a sólo tres; pero aún hay más, no sé si al mismo señor, o a uno diferente, se le ocurrió la genial idea de poner un carril para bicicletas, quedando una avenida de tan sólo dos carriles con un tránsito lento y tedioso como en el resto de la ciudad.

Ahora, yo no estoy en contra del uso de la bicicleta y alternativas más ecológicas que los vehículos de combustión interna. Por eso era mi pregunta inicial: ¿conocen la avenida Eduardo Molina? Para los que la conozcan sabrán que dicha vía cuenta con un enorme camellón lleno de árboles, y caminos por los que suelen conducir los ciclistas sin riesgo alguno. En mi recorrido de ayer ¿saben cuántos ciclistas vi por el carril para bicicletas? Cero. ¿Cuántos circulando por el camellón? Al menos cinco. Eso me hizo pensar que hay algo mal planeado en las soluciones para el transporte público en la ciudad de México.

Pero ¿qué es lo que está pasando realmente? La opinión de un humilde ciudadano es que todo está mal, desde la raíz. Tenemos legislando a un grupo de individuos, afiliados a un partido político, que votan sobre las decisiones que competen a millones de personas, sin tener la más mínima idea de la problemática a la que se enfrentan. Tenemos ingenieros legislando sobre educación, abogados sobre salud, licenciados sobre vialidades y especialistas sobre nada. Yo no dudo que hay gente muy bien intencionada tratando de proponer leyes, pero al parecer siempre termina ganando el interés del partido, ni siquiera la del individuo. Y es que ¿cómo puede decidir lo que es mejor para un país si no conoce las necesidades de ese país?

¿Cómo puede decir qué necesita el transporte público quien no viaja en él? ¿Cómo puede decir qué le falta a la educación pública quien se educa en instituciones privadas o fuera del país? ¿Cómo puede fijar el salario mínimo y decir que alcanza para vivir dignamente quien percibe él solo la cantidad suficiente para mantener a 50 personas? En fin, lo que yo creo es que México no es Carlos Slim, y que no podemos tener como legisladores a quienes sólo se preocupan por los intereses de los grandes empresarios. Todos ellos dicen estar comprometidos con México, y la verdad es que sí les creo, pero sólo por una parte de México, sólo por la gran industria mexicana y nada más. Pero ¿qué se puede hacer para cambiar las cosas?

Y no es que idolatre al señor López Obrador, pero su propuesta de reducir el salario a los altos funcionarios públicos me pareció muy acertada, pero no sólo eso. Creo que quien me diga que está realmente comprometido por los intereses de su país tiene que demostrarlo. Son “funcionarios públicos”, o sea que funcionan para el pueblo. En pocas palabras, las leyes deberían obligar a los funcionarios públicos a viajar en transporte público, ganar el salario mínimo (instituido por ellos mismos), educarse, ellos o sus hijos, en escuelas públicas, vivir en casas de interés social o en colonias marginadas, conocer la vida del promedio de los mexicanos para poder saber cuáles son sus auténticas necesidades, y no las que ellos se imaginan. Porque sí, es muy bonito decir “voy a hacer una cruzada nacional contra el hambre” siempre y cuando no afecte lo que llega a mi mesa ¿no?

Y por último, yo creo que en la cámara de senadores y de diputados, no deberían dejar opinar sobre cuestiones legales a quienes no fueran especialistas en el tema. Los médicos legislan en el sector salud, los pedagogos y profesores en la educación, los ingenieros civiles en vialidad, etc. A más, el gobierno no debería mantener partidos políticos. Siempre anuncian por los medios de comunicación masiva sus intenciones de tener un México “incluyente y plural”, ¡Claro! Incluyente y plural con cinco partidos políticos con ideologías muy semejantes. ¿Cómo pretenden que cinco ideologías (en caso de que fueran realmente diferentes) sean las que se apliquen para más de cien millones de mexicanos? ¿Acaso sólo hay cinco tipos de personas entre tantos millones?


Pero vivimos en el país del absurdo total, es como vivir en una obra surrealista… y seguimos creyendo que “ahora sí vamos a avanzar”. Ya lo decía el maestro Chava Flores: “a qué le tiras cuando sueñas, mexicano”. Sigo soñando…

lunes, 27 de enero de 2014

Música

Nunca he tenido buena memoria. Por ejemplo, olvido rostros con facilidad, a grado tal que no puedo rememorar las efigies de mis seres más cercanos sí cierro los ojos e intento reproducir su imagen in mi cabeza.
            Sin embargo he notado, no sin cierta sorpresa, que la música suele hacer surcos en mi memoria, como un cincel en una hoja de mármol, y es capaz de dejar marcas tan profundas que pueden leerse incluso sobre mi piel.
            El día de hoy, mis recuerdos son tan borrosos, que a veces no alcanzo a distinguir una época y separarla de otra. Para mí todo está en el pasado, simplemente en el pasado, y todo el pasado es como una masa uniforme en la que no hay diferencia entre infancia, adolescencia o juventud, simplemente todo es parte del mismo ayer. Aun así, hay ciertas piezas musicales que permanecen vetadas, ocultas en lo más profundo de mi ser, porque representan una etapa de mi vida que, aunque fue maravillosa, sigue siendo doloroso recordarla.
            Últimamente he intentado recuperar parte de mi música favorita que ha quedado guardada en el archivo del tiempo porque escucharla me causa una cierta sensación de vacío, de abandono. El problema en realidad no es escuchar la música, me gusta, la disfruto. El problema tampoco es que me de nostalgia, que al escucharla añore el pasado al pensar en lo que perdí y quiera modificar mi presente. El problema es algo más profundo que no sé cómo solucionar. La música es más que música para mí. Hay cierto saxofón o cierta voz aguda que al sonar en mis oídos reviven más que simples recuerdos, reviven sentimientos, sensaciones…
            Sentir en mi piel una caricia que creía borrada hace mucho tiempo, volver a ver los tatuajes indelebles que parecían invisibles, volver a experimentar todo el amor y todo el horror de una época pasada… son sólo algunas de las maravillas que puede conllevar escuchar una canción. Aquella sensación de taquicardia, o la lluvia que mojaba mi piel que tiritaba de frío.
            Escuchar ciertos acordes, acompañado por mis seres queridos, no suele causar mayores complicaciones. Pero solo, a veces simplemente cierro los ojos sin darme cuenta. Entonces ya no soy, sino que fui, fui en el presente. Es tan intenso que a veces he llegado a pensar que no soy el único que puede sentir eso, que mis sensaciones son extensivas, como lo fueron antes. Y entonces tengo que escuchar la misma música, una y otra vez, hasta acostumbrarme a las sensaciones, acostumbrarme, porque sé que no dejarán de existir. Lo único que puedo hacer es esperar que llegue el día en que sean tan cotidianas que ya pueda escuchar esas canciones sin necesidad de reparar en lo que traen consigo.