Primero se cortó el suministro de electricidad, de manera
repentina, súbita, casi a la par de la llegada de la lluvia. Como a las tres de
la tarde el pálido sol que con brillos tímidos intentaba coronar el cielo se
difuminó tras las nubes cada vez más negras. Las calles se vaciaron en unos
cuantos segundos y una espesa noche se ciñó sobre la ciudad. Pasaron un par de
horas, y la lluvia no amainaba. Los pocos refugiados bajos las cornisas o
atiborrados en las tiendas comenzaron a resignarse y a correr bajo el agua para
llegar hasta sus casas, y la lluvia no cesaba.
Para las
ocho de la noche, la ciudad estaba inmersa en una total oscuridad, apenas
herida casualmente por algún automóvil que aún circulaba entre invisibles
estelas dibujadas en los primeros charcos que buscaban presurosos alcanzar las
alcantarillas para llegar a su destino. El monótono sonido de las gotas
golpeando los tejados, ventanas, patios, calles pronto inundó el ánimo de los
pobladores, quienes, como devueltos a una etapa anterior a la tecnología,
guardaban un silencio contemplativo. Las pocas conversaciones fueron apagadas
por el rugido del cielo y la gente se reunía alrededor del fuego de las velas,
sin mirarse, sin hablarse. Y la lluvia no cesaba.
Quienes
disfrutaban del constante golpeteo de la lluvia y de la profunda oscuridad
nunca antes vista en la gran ciudad durmieron profundamente; pero algunos
otros, aterrados por las tinieblas inescrutables, no podían cerrar los
párpados, aunque mantenerlos abiertos no representaba ninguna diferencia,
sentían cierta seguridad en su ceguera voluntaria.
A las siete
de la mañana el agua le había ganado unos veinte centímetros al suelo. Se
suspendieron todas las actividades citadinas, la electricidad no se
restableció, las calles resultaban intransitables, no hubo escuela, ni trabajo.
Las familias se reunieron frente a la ventana para contemplar la el agua que
caía de un cielo apenas iluminado por un sol invisible. Las personas que vivían
en casas con dos niveles comenzaron a subir sus posesiones más preciadas a las
habitaciones más altas. Quien vivía al ras del suelo intentaba, en algún necio
intento, sacar el agua por una ventana, en un cómico ciclo infinito. Y la
lluvia no cesaba.
Para la
tarde de aquel día, el agua ya cubría las rodillas de una persona adulta. Fue
como si el tiempo se petrificara en un instante. La gente quedó atrapada en donde
estaba. No podían salir del motel donde se habían refugiado parejas de amantes
buscando encuentros furtivos favorecidos por la oscuridad de la noche anterior;
no podían salir del hospital los pacientes recién dados de alta, ni los
enfermos, ni los familiares que se quedaron haciendo guardia, ni los doctores y
enfermeras que llevaban más de dos días sin ver a sus familias; los veladores
de las enormes tiendas o las grandes fábricas se sentaban sobre los
escritorios, esperando que pronto la lluvia amainara un poco y podrían salir,
no tan mojados, de sus prisiones accidentales. Pero la lluvia no cedía.
Antes que
la poca luz del día se desvaneciera por completo entre el manto nocturno
Deucalión tomó sus herramientas y desconectó el sistema hidráulico de la casa.
Tiró toda el agua del tinaco y vio cómo el agua corría y se fundía con las
gotas de lluvia, y se le ocurrió que quizá su inconsciente hazaña contribuía a
llenar la tierra de agua. Cuando el enorme tinaco estuvo vacío, llamó a su hermano
menor, Noe, y lo introdujo en él, con algunos trapos y le pidió que lo limpiara
y secara con mucho cuidado, luego cerró la tapa y se introdujo en el agua del
suelo, que entonces ya le llegaba al pecho. Buscó algunas tablas, cuerdas,
latas, botellas vacías y llenas, y todo lo que pudo encontrar. Fue por su
hermano, quien había completado la labor encomendada, lo ayudó a salir, volvieron
a cerrar el tinaco y ambos tomaron un baño en la lluvia fría, resguardando el
pudor en las tinieblas. Y la lluvia no cesaba.
Ambos
hermanos se resguardaron bajo el techo de la habitación de la planta alta, aún
seca. Se secaron el exceso de agua con algunas toallas y se acostaron en una
cama que todavía no alcanzaba a guardar humedad. Deucalión besó a Noé, lo
abrazó y ambos durmieron profundamente resguardados por el calor fraterno.
Al amanecer
del tercer día, la lluvia se había introducido en los ojos del pequeño Noe, y
Deucalión intentaba secar su rostro húmedo con caricias y pañuelos. Tomaron un
frugal desayuno, frío como los sentimientos que embargaban a Deucalión por las
lágrimas de Noé. Ambos subieron a la azotea y comenzaron a trabajar, en
silencio; Noé sabía lo que necesitaba su hermano antes que éste se lo pidiera,
y lo apoyaba industriosamente, pero la lluvia no salía de sus inocentes ojos.
Deucalión logró fijar las tablas al tinaco, formando una cruz lo más simétrica
posible, amarró varias botellas vacías en los extremos de las tablas, luego
hizo un pequeño cobertizo que cubría la tapa del tinaco, puso un tapón al ducto
de salida, probó y comprobó amarres y lloró ocultando sus lágrimas entre el
agua que llegaba de arriba. Y la lluvia no cesaba.
Desde la
azotea podían contemplar como el agua casi alcanzaba los dos metros antes de
llegar al suelo. Entre la inquieta superficie flotaban diversos cacharros
ignorantes buscando puerto entre cornisas y techos bajos. Entonces lo vieron
casi en la oscuridad, la primera víctima hinchada como una balsa surcando la
superficie acuática quien buscaba alcanzar las profundidades.
Quizá la
lluvia podría darles tregua una noche más. Durmieron en su cama con la lluvia
golpeando las ventanas por fuera y los corazones por dentro. Pero la lluvia
seguía y seguía.
A la mañana
siguiente, muy temprano, el sueño escapó de entre los párpados abiertos de
Deucalión, mientras el cansancio aún lo mantenía prisionero tras las pestañas
de Noé. Deucalión sintió el golpeteo del agua bajo el suelo y se levantó a
hurtadillas. Guardó un par de frazadas en una bolsa de plástico, junto con las
latas, botellas de agua, la linterna y las baterías y todo aquello que
consideró necesario y lo llevó hasta el tinaco, esta vez cubriendo su cuerpo
con un impermeable para no mojarse, pues creyó que ya no era momento. Bajó por
Noé, lo despertó y lo llevó hasta el tinaco, entraron ambos y cerraron la tapa
para cerciorarse de que sirvieran los respiraderos. Ahí permanecieron
encerrados, en silencio, en la oscuridad del artefacto, sin saber si era de día
o de noche, bajo el incesante sonido de la lluvia golpeando el cobertizo y las
paredes de su refugio. Y la lluvia no cesaba.
Cuando el nivel
del agua por fin sacudió el refugio de los hermanos, el pequeño Noé se agarró a
su hermano con fuerza y le dijo “tengo miedo”. ¿Qué hacer? Deucalión también
estaba muerto de miedo, pero era el hermano mayor. Sólo abrazó a Noé mientras
sentían una segunda sacudida más intensa. Se estaban moviendo. ¿Dormía
Deucalión o permanecía en vela? Es algo que ni él mismo podría precisar. Dentro
de su refugio la temperatura era agradable y quizá el dulce sopor lo mantenía
en un estado de somnolencia. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que cerró la
tapa de su nave? ¿Sería de día o estarían bien entrada la oscuridad? Quitó la
tapa para asomar la cabeza y se encontró con el mismo cielo gris, la misma
lluvia que caía inclemente sobre el cobertizo que la evadía de la entrada del
tinaco. Comprobó con cierto orgullo que sus estabilizadores los mantenían a
flote, evitando ser volteados por la corriente. Afuera el frío era intenso,
pero no insoportable. El pequeño Noé quiso admirar lo que su hermano, así que
Deucalión lo ayudó a asomar la cabeza. Era como estar en medio del mar. A lo
lejos se veían algunos edificios que aún sobresalían como pequeñas islas.
“Mira,
Deucalión, allá” dijo con cierto entusiasmo el pequeño Noé, “es el hospital, lo
ves, nos estamos acercando”. El corazón de Deucalión se inflamó de esperanza
cuando alcanzó a ver, entre las espesas gotas de agua, gente que se movía en la
azotea del hospital. “Mamá estaba allí”, dijo Noé, de cuyos ojos la lluvia se
había retirado. Pero la alegría de Deucalión se desvaneció casi de inmediato,
cuando, al estar un poco más cerca comprendió que la gente del hospital se
encargaba de arrojar cadáveres por la borda. Y de pronto se encontraron
navegando un cementerio flotante y hediondo de cuerpos hinchados y verdes.
¿Fue alguna
marca particular, un tatuaje, la falta de alguna oreja o el exceso de dedos; o
se trató de un simple presentimiento, de un tácito reconocimiento lo que llevó
a los hermanos a cerrar la tapa de su nave mientras el cielo se confundía a
grado de no saber si la lluvia era más intensa afuera o adentro del tinaco? ¿Qué
palabras podría proferir Deucalión que brindaran a su hermano un consuelo que
el mismo no encontraba, mientras la oscuridad se internaba cada vez más
profunda en el provenir de los hermanos? Mas la lluvia no paraba.
Que ironía
saberse cercado de agua y que las botellas comiencen a verse vacías. Deucalión
de vez en cuando sacaba la mano con una botella abierta para rescatar el agua
que les caía del cielo en abundancia, pero la comida comenzaba a verse escasa, sin
posibilidad de que les cayera también del cielo. Deucalión comía apenas lo
indispensable, y se la pasaba horas y horas dormido en una posición incómoda.
Se sentía obligado a guardar las provisiones para Noé, quien ya no tenía a
nadie más que a Deucalión, pero éste no se daba cuenta que ya tampoco tenía a
nadie más.
“Deucalión,”
llamó, Noé en algún momento, “¿y si mamá es la lluvia que nos abarca con su
amor por todos lados?” “Sí, debe ser” Respondió Deucalión, y se aferró a la
mano de Noe con las fuerzas cada vez más tenues. El movimiento armónico de su
nave le cerraba los párpados casi con furia. El silencio le resultaba casi
sepulcral. Se sentía inmerso en la nada, de vuelta en el caos informe del
principio de los tiempos, antes del fuego y las hogueras, sólo flotaba entre
las aguas equidistantes unas de otras. El silencio cada vez más profundo, y
luego, parecía que no habría nada más, sólo la acompasada respiración de su
hermano. ¿Estaba soñando? No lo sabía. De pronto sintió frío, muy intenso. Tenía
los ojos cerrados y veía a su alrededor miles de cadáveres flotando, tapizando
la superficie del agua, ¿una pesadilla? No lo sabía. Luego una sacudida y el
grito de su hermano “¿qué fue eso?”
Deucalión se incorporó con
dificultad, es como si hubiera envejecido varios años, las fuerzas lo
abandonaban. Quitó la tapa del tinaco y el aire frío lo golpeó de lleno en la
cara. El tinaco había chocado contra alguna cima, todavía informe, que se
levantaba orgullosa en medio de la inundación. La lluvia había cedido.