La
primavera ha concluido su cíclico andar y Tláloc vierte sus mermadas fuerzas
sobre el Anáhuac, pero sus habitantes miran desganados a través de las ventanas
sin prestar mucha atención. Algunos transeúntes aceleran su paso para alcanzar
su destino y continuar con sus actividades. Tláloc ruge furioso, pero a penas
si alguien levanta un poco la mirada y sigue adelante. Y Tláloc, mi querido
Tláloc, llorando de tristeza y de rabia con todas sus fuerzas llama en vano a
quien le ayude a recuperar su antiguo señorío.
¿Qué te ha pasado, Dios de la lluvia
y el trueno? Antes todo era diferente, al primer grito de Tláloc todo el
Anáhuac se paralizaba, sus habitantes sabían que la ira de Tláloc era
devastadora, y desde tu primer llamado todo mundo acudía a rendirte homenaje.
Ellos derramaban el líquido precioso y tú, a cambio, nutrías fuertes sus
cosechas. ¿Dios de la lluvia y el trueno, qué te ha pasado?
Ahora no eres más que un nombre
inscrito con caracteres latinos en el panteón de las deidades olvidadas.
¿Recuerdas cuando tú y Quetzalcóatl jugaban con el cielo? Tú rugías con fuerza
ennegreciendo las nubes y él esparcía la noche soplando con sonoras
carcajadas. ¿Recuerdas como,
complacidos, veían caer la afilada piedra de obsidiana sobre los fornidos
pechos de los compañeros de Tonatiu? Y
tú mirabas complacido porque sabías que el sol habría de levantarse nuevamente
por el oriente.
¿Con qué ignominiosa ofensa
agraviaste a Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli para que deviniera tan cruel enemigo tuyo?
Porque él, oculto entre los arcabuces españoles, marchó contra Tenochtitlan, y
tu recuerdo se convirtió en pasto de su venganza.
¡Oh, cuan maravillados y
sorprendidos contemplaron los sacrificios los hombres blancos! ¡Qué horror, qué
barbaridad, qué crueldad! ¡Esto es inhumano! Almas corrompidas que no conocen a
Dios… almas corruptas que no conocen a Tláloc. Han sometido a tu cálido pueblo
con el frío de su acero y lo obligaron a desgajar, con el mismo acero, las
entrañas de la tierra, lo obligaron a cavar el camino sin retorno, el camino
hacia el Mictlan.
Pueblo sanguinario, cruel,
despiadado. Pueblo envidioso, que condena la muerte no por encontrarla
horrorosa, sino por juzgarla inalcanzable. El sacerdote se convirtió en la
víctima y el sol sigue saliendo por el oriente, pero ahora tirado por su carro
de caballos.
Y tu pueblo, Tláloc, tu pueblo,
emergiendo desde las entrañas de la tierra, con el acero en alto, intentó
volverte a tu trono de antaño. Pero sus manos, habituadas al brillo negro de la
ligera obsidiana, no saben cómo blandir el pesado acero. Han mutilado sus
lenguas y ahora no saben cómo alabarte. Han doblegado sus espaldas y ahora,
cual Pípila, cargan todo el amor de su madrastra a cuestas, y no pueden volver
sus ojos hacia el cielo. Inclinados y ciegos levantan sobre sus espaldas el
estandarte de María.
Tláloc, rugiste con fuerza, pero tu
fuerza destructora ya no fue capaz de arrasar todo el valle y purificar a los
impíos que te han olvidado. Quieres inundar el Anáhuac, pero Cristo sabe cavar
drenajes profundos que canalizan tu ira, ha secado el lago de Texcoco, poco
queda de tus miembros ahora putrefactos.
Vuelve, Tláloc, el próximo año, y el
que sigue, y el que sigue. Quizá algún día encuentres tus fuerzas perdidas,
quizá algún día hagas emerger tus templos, que ahora yacen bajo tierra. Quizá
algún día vuelvan tus sacerdotes al Tlalocan olvidado.