domingo, 18 de septiembre de 2016

Más allá

Te sientes muy fría. Ven, ovíllate a mi lado, deja que te cubra con la frazada. Mucho mejor. Mira, afuera una turba enardecida que avanza hacia el cementerio en busca de otra tumba vacía, pero no te preocupes, no nos pasará nada, aquí estamos seguros, a mi lado no te encontrarán.
Desde aquí puede contemplarse todo el panorama. Recuerdo que desde esta misma ventana te vi por primera vez. Caminabas sigilosa, en la oscuridad, evitando las miradas, oculta entre las sombras. Te amé desde el instante en que nuestras miradas se cruzaron y tú, como una cervatilla asustada, corriste a ocultarte detrás del árbol y te esfumaste en la oscuridad. Así te veía cada noche, siempre a la misma hora, sin retrasarte un solo minuto. Recuerdo también la primera vez que te hablé y tus pasos volaron más prestos que mis palabras. Mas imposible me resultaba olvidarte, no podía borrar las huellas que surcaste en mi memoria. De día evocaba tu imagen y trataba de fijarla con suaves palabras o raudos movimientos de pincel; por las noches, cuando el cansancio se prolongaba en mis párpados, eran tus fantasmagóricos dedos los que cerraban mis ojos, y mis oídos soñaban con tu cálido arrullo cuando el gélido viento soplaba con más fuerza.
Quizá tú no recuerdes cómo una noche, al abrigo de la frondosa copa del árbol al otro lado de la ventana, me decidí a seguir tu noctámbulo paseo. Cuantos esfuerzos me costó el seguir tus pasos tan gráciles y naturales. Fue así como te vi entrar al cementerio. Aquella vez te perdí de vista en cuanto tu cuerpo leve sorteó sin dificultad la muralla que, impertérrita, resguarda los cuerpos de nuestros antepasados. Cuando yo logré entrar ya no estabas, era como si te hubiese tragado la tierra, y aunque ahora que estás a mi lado lo recuerdo con una sonrisa en el rostro, debo admitir que esa noche sentí un terror tan profundo que mi mente no alcanzó el reposo sino hasta que la luna no completó un ciclo.
Pero era mi amor tan profundo, tan sublime, que no podía dejar que el miedo contuviera mis piernas. Fue la fuerza de Eros la que impulsó mis piernas para que pudiera seguirte hasta lo más profundo del cementerio, recorrías laberínticos senderos siempre al abrigo de las sombras. Cuando al fin te detuviste frente a una tumba y comenzaste a cavar, mis ojos no daban crédito a tus acciones, pero te observé con cautela, mi curiosidad era casi tan fuerte como el amor que por ti siento. Esa noche te vi desenterrar el cuerpo. La escasa luz de la luna confería a ese cuerpo frágil, lleno de tierra, un aspecto natural, parecía que entre tus brazos se llenara de vida.
Y te vi cada noche repetir el mismo ritual. Llegar al cementerio, desenterrar el cuerpo, limpiar cada centímetro con tus besos apasionados, yacer a su lado, y unas horas antes del amanecer, volver a enterrarlo y dejar todo como si nada hubiera pasado. Debo confesarte que los celos mórbidos que me invadían eran opacados por el placer de la contemplación de la escena. Ver tu cuerpo desnudo a lado del suyo me hacía rabiar de coraje y suspirar de ternura. No podía entenderte, no comprendía por qué huías de los vivos para refugiarte con un cadáver putrefacto, me resultaba imposible en ese entonces entender por qué profesabas tal cariño, tal dedicación, a ese cuerpo que, lo único que tenía de vivo, eran los gusanos que pululaban cada noche en mayor cantidad.
Sí, es cierto, fui yo quien te delató. Ahora me siento avergonzado de admitirlo, pero es la verdad. Los celos que sentí fueron tan poderosos que ya no pude soportar más ese espectáculo grotesco. Por eso reuní a toda la aldea, les conté lo que estaba pasando, y marché junto con todos ellos hasta el cementerio, donde las luces rutilantes de las antorchas sorprendieron dos cuerpos desnudos que yacían en la tierra. Tus ojos, heridos por la luminosidad repentina, no pudieron contemplar lo que pasaba. El alcalde asestó el primer golpe, aquel que te dejó sin aire. Los golpes te llovían por todas partes y tú sólo intentabas cubrir tu rostro con tus manos. Yo me encontraba en un estado de furor inexplicable, fue como si mi cuerpo actuara sin mi consentimiento cuando me acerqué y te así de tu cabellera azabache y con una fuerza sobrehumana me quedé con un rizo como un recuerdo de aquella madrugada lúgubre.
Jamás volvería a levantar la mano contra ti, fue sólo una noche de pasión que no pude contener, pero no volverá a pasar. Ahora entiendo tu amor tan puro, tan casto, tan sublime. No sé qué hice pare merecer tanta ternura, gracias por quedarte a mi lado a pesar de mis errores. No tengas miedo, todo estará bien ahora. Todos cometemos errores, pero también aprendemos de ellos. Tu error fue repetir ese extraño ritual noche tras noche, era demasiado trabajo el desenterrar y enterrar un cadáver amparada únicamente por la tácita luna. Pero no cometeremos el mismo error, aquí con tu cuerpo fuera del sepulcro, lejos de las miradas mordaces de aldeanos ignorantes –porque ellos no entienden el amor verdadero–, podremos amarnos eternamente.

lunes, 4 de abril de 2016

El Tlalocan olvidado

La primavera ha concluido su cíclico andar y Tláloc vierte sus mermadas fuerzas sobre el Anáhuac, pero sus habitantes miran desganados a través de las ventanas sin prestar mucha atención. Algunos transeúntes aceleran su paso para alcanzar su destino y continuar con sus actividades. Tláloc ruge furioso, pero a penas si alguien levanta un poco la mirada y sigue adelante. Y Tláloc, mi querido Tláloc, llorando de tristeza y de rabia con todas sus fuerzas llama en vano a quien le ayude a recuperar su antiguo señorío.
            ¿Qué te ha pasado, Dios de la lluvia y el trueno? Antes todo era diferente, al primer grito de Tláloc todo el Anáhuac se paralizaba, sus habitantes sabían que la ira de Tláloc era devastadora, y desde tu primer llamado todo mundo acudía a rendirte homenaje. Ellos derramaban el líquido precioso y tú, a cambio, nutrías fuertes sus cosechas. ¿Dios de la lluvia y el trueno, qué te ha pasado?
            Ahora no eres más que un nombre inscrito con caracteres latinos en el panteón de las deidades olvidadas. ¿Recuerdas cuando tú y Quetzalcóatl jugaban con el cielo? Tú rugías con fuerza ennegreciendo las nubes y él esparcía la noche soplando con sonoras carcajadas.  ¿Recuerdas como, complacidos, veían caer la afilada piedra de obsidiana sobre los fornidos pechos de los  compañeros de Tonatiu? Y tú mirabas complacido porque sabías que el sol habría de levantarse nuevamente por el oriente.
            ¿Con qué ignominiosa ofensa agraviaste a Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli para que deviniera tan cruel enemigo tuyo? Porque él, oculto entre los arcabuces españoles, marchó contra Tenochtitlan, y tu recuerdo se convirtió en pasto de su venganza.
            ¡Oh, cuan maravillados y sorprendidos contemplaron los sacrificios los hombres blancos! ¡Qué horror, qué barbaridad, qué crueldad! ¡Esto es inhumano! Almas corrompidas que no conocen a Dios… almas corruptas que no conocen a Tláloc. Han sometido a tu cálido pueblo con el frío de su acero y lo obligaron a desgajar, con el mismo acero, las entrañas de la tierra, lo obligaron a cavar el camino sin retorno, el camino hacia el Mictlan.
            Pueblo sanguinario, cruel, despiadado. Pueblo envidioso, que condena la muerte no por encontrarla horrorosa, sino por juzgarla inalcanzable. El sacerdote se convirtió en la víctima y el sol sigue saliendo por el oriente, pero ahora tirado por su carro de caballos.
            Y tu pueblo, Tláloc, tu pueblo, emergiendo desde las entrañas de la tierra, con el acero en alto, intentó volverte a tu trono de antaño. Pero sus manos, habituadas al brillo negro de la ligera obsidiana, no saben cómo blandir el pesado acero. Han mutilado sus lenguas y ahora no saben cómo alabarte. Han doblegado sus espaldas y ahora, cual Pípila, cargan todo el amor de su madrastra a cuestas, y no pueden volver sus ojos hacia el cielo. Inclinados y ciegos levantan sobre sus espaldas el estandarte de María.
            Tláloc, rugiste con fuerza, pero tu fuerza destructora ya no fue capaz de arrasar todo el valle y purificar a los impíos que te han olvidado. Quieres inundar el Anáhuac, pero Cristo sabe cavar drenajes profundos que canalizan tu ira, ha secado el lago de Texcoco, poco queda de tus miembros ahora putrefactos.

            Vuelve, Tláloc, el próximo año, y el que sigue, y el que sigue. Quizá algún día encuentres tus fuerzas perdidas, quizá algún día hagas emerger tus templos, que ahora yacen bajo tierra. Quizá algún día vuelvan tus sacerdotes al Tlalocan olvidado.