Ella no era fea. Tenía un buen cuerpo labrado por un arduo trabajo
en el campo, sus manos esculpidas por el azadón culminaban en unos
dedos muy finos pero desgastados, con las uñas ennegrecidas por la
sangre y la tierra; sus piernas eran fuertes, torneadas gracias a las
largas caminatas, aunque sus pies no habían conocido jamás la
bendición de unas suelas acolchonadas; sus caderas parecían un
regalo hecho por los dioses, podría decirse que eran biológicamente
aptas para la procreación; sus voluminosos pechos se veían
oprimidos por una venda para evitar llamar la atención; sus greñas,
sucias y enredadas, rara vez caían por debajo de sus hombros; su
rostro, escondido bajo las capas de tierra adherida a la piel gracias
al sudor, podía haber doblegado la voluntad de cualquiera que se
atreviera a desenterrarlo. Pero sus ojos... tenía ojos profundos en
los que es fácil perderse y no salir jamás.
Ángeles había visto correr ya poco más de veinte inviernos y había
padecido la mala suerte de Psique, o al menos eso parecía. Huérfana
de nacimiento tuvo que encontrar la manera de proveerse el sustento
por sus propios medios. Jamás asistió a la escuela, nunca nadie
reclamó algún parentesco o relación filial, no se le conoció
nunca un pretendiente. La gente del pueblo huía de su presencia. No
es que su aspecto desaliñado causara una impresión fuera de lo
común, era más bien que el brillo de sus ojos causaba desconcierto
e intranquilidad. La belleza de su mirada tenía algo que no les
parecía humano y desconfiaban de ella. Nadie jamás la había visto
sonreír.
Dormía en una casa abandonada en los límites del pueblo. Por la
mañana cultivaba el maíz, por las noches cazaba tlacuaches y
conejos. Dormía por las tardes. Alguna vez un niño curioso reunió
a un grupo de valientes camaradas que lo acompañaron a espiar a la
muchacha por la noche. La encontraron cerca de la media noche:
greñuda, sucia y desollando un animal. La noticia se propagó
rápidamente en el pueblo: “Tiene un pacto con el diablo y le
sacrifica animales, por eso tiene esa mirada tan escalofriante, es
una bruja”.
La intrépida hazaña de los infantes les ganó el mote de “los
valientes” entre sus coetáneos, y también trajo una reclusión
mayor para Ángeles, a quien ya no se atrevían ni siquiera a
dirigirle un saludo. No es que realmente le extrañara, pero tal
falta de contacto con otro ser humano fue aniquilando poco a poco su
espíritu. “Los Valientes” se encargaron de hacer la historia de
“la bruja Ángeles” cada vez mayor y las palabras llegaban a la
muchacha arrastradas por el viento, pues jamás hubo alguien que se
atreviera a acercarse a gritarle “bruja” en la cara.
Para Ángeles la vida transcurría igual que la de un animal. No
había recibido jamás una muestra de afecto, de comprensión, de
cariño. Sabía hablar, pero nadie hablaba con ella. Sin embargo, era
capaz de entender las palabras, y su cerebro estaba tan agrietado que
ya había perdido incluso la capacidad de llorar.
¿Por qué Ángeles jamás se fue del pueblo? La respuesta a esa
pregunta podría ser tan mítica como las respuestas a tantas
preguntas que la gente se hacía: ¿Cómo sobrevivió sus primeros
años de vida? ¿Quién le enseñó a cultivar el maíz? ¿Cómo se
proveía con las herramientas necesarias para trabajar la tierra? Son
cosas que nadie supo responder, y en su momento le atribuyeron tal
obra a Satanás.
Tal vez jamás pensó que podía ir a otro lado, tal vez nunca
imaginó que fuera de ahí las cosas podían ser diferentes. Lo
cierto es que una noche salió de la casa abandonada con el cuerpo
totalmente desnudo. Caminó con paso firme con una cuerda en la mano,
buscó un árbol que le pareció apropiado, hizo un nudo alrededor de
su cuello y puso fin a su vida.
Sucedió, sin embargo, un fenómeno curioso. Mientras la cuerda
alrededor de su cuello cortaba el flujo de aire y le iba coartando la
vida, Ángeles experimentó un gran alivio al sentir que abandonaba
la vida y finalmente sonrió. Sus músculos tensos, ya sin vida,
conservaron el cadáver sonriente de aquella mujer hermosa. A la
mañana siguiente, cuando los primeros pobladores encontraron el
cuerpo pendiente de un árbol pudieron contemplar su maravillosa
sonrisa. Sus ojos, con la mirada fija, irradiaban todavía un hálito
vital que sorprendió a todos. Estaban parados ante una auténtica
obra de arte. Se escuchó pronunciar a algún muchacho del pueblo
“ella no era fea”.
Los pueblerinos comprendieron que tal belleza no podía proceder
de Satanás, que ese era un milagro de Dios. El artista del pueblo
inmortalizó aquella imagen en un lienzo, aunque el pudor lo obligó
a vestir la imagen con un hermoso hábito de color rojo, que
simbolizaba la sangre de la víctima. A pesar de que Ángeles había
elegido un árbol seco, casi tétrico, el artista dibujó un árbol
frondoso.
Ella de alguna manera comprendió que había algo de eterno en la
muerte y no quiso pasar desapercibida. Eligió ese árbol seco,
porque en lo más profundo de su ser comprendió que ella era
semejante a aquel árbol: Estaba de pie, pero no tenía vida; y quiso
mostrar eso a quien tuviera ojos para verlo.
La tradición del pueblo erigió una iglesia en honor de la
Ángeles Mártir, que murió colgada al defender fervientemente el
cristianismo. Tuvo una vida de total entrega a Dios y vivió siempre
para ayudar a su prójimo. El árbol en el que murió se cubrió de
flores, fue una manifestación divina de la entrada de Ángeles a las
puertas del cielo. El árbol da los frutos más dulces y más jugosos
de todo el pueblo, sin embargo es una fruta sagrada y nadie debe
comerla, pues esos frutos solo se ofrecen a Dios.