jueves, 25 de julio de 2013

Los frutos de la belleza

Ella no era fea. Tenía un buen cuerpo labrado por un arduo trabajo en el campo, sus manos esculpidas por el azadón culminaban en unos dedos muy finos pero desgastados, con las uñas ennegrecidas por la sangre y la tierra; sus piernas eran fuertes, torneadas gracias a las largas caminatas, aunque sus pies no habían conocido jamás la bendición de unas suelas acolchonadas; sus caderas parecían un regalo hecho por los dioses, podría decirse que eran biológicamente aptas para la procreación; sus voluminosos pechos se veían oprimidos por una venda para evitar llamar la atención; sus greñas, sucias y enredadas, rara vez caían por debajo de sus hombros; su rostro, escondido bajo las capas de tierra adherida a la piel gracias al sudor, podía haber doblegado la voluntad de cualquiera que se atreviera a desenterrarlo. Pero sus ojos... tenía ojos profundos en los que es fácil perderse y no salir jamás.

Ángeles había visto correr ya poco más de veinte inviernos y había padecido la mala suerte de Psique, o al menos eso parecía. Huérfana de nacimiento tuvo que encontrar la manera de proveerse el sustento por sus propios medios. Jamás asistió a la escuela, nunca nadie reclamó algún parentesco o relación filial, no se le conoció nunca un pretendiente. La gente del pueblo huía de su presencia. No es que su aspecto desaliñado causara una impresión fuera de lo común, era más bien que el brillo de sus ojos causaba desconcierto e intranquilidad. La belleza de su mirada tenía algo que no les parecía humano y desconfiaban de ella. Nadie jamás la había visto sonreír.

Dormía en una casa abandonada en los límites del pueblo. Por la mañana cultivaba el maíz, por las noches cazaba tlacuaches y conejos. Dormía por las tardes. Alguna vez un niño curioso reunió a un grupo de valientes camaradas que lo acompañaron a espiar a la muchacha por la noche. La encontraron cerca de la media noche: greñuda, sucia y desollando un animal. La noticia se propagó rápidamente en el pueblo: “Tiene un pacto con el diablo y le sacrifica animales, por eso tiene esa mirada tan escalofriante, es una bruja”.

La intrépida hazaña de los infantes les ganó el mote de “los valientes” entre sus coetáneos, y también trajo una reclusión mayor para Ángeles, a quien ya no se atrevían ni siquiera a dirigirle un saludo. No es que realmente le extrañara, pero tal falta de contacto con otro ser humano fue aniquilando poco a poco su espíritu. “Los Valientes” se encargaron de hacer la historia de “la bruja Ángeles” cada vez mayor y las palabras llegaban a la muchacha arrastradas por el viento, pues jamás hubo alguien que se atreviera a acercarse a gritarle “bruja” en la cara.

Para Ángeles la vida transcurría igual que la de un animal. No había recibido jamás una muestra de afecto, de comprensión, de cariño. Sabía hablar, pero nadie hablaba con ella. Sin embargo, era capaz de entender las palabras, y su cerebro estaba tan agrietado que ya había perdido incluso la capacidad de llorar.

¿Por qué Ángeles jamás se fue del pueblo? La respuesta a esa pregunta podría ser tan mítica como las respuestas a tantas preguntas que la gente se hacía: ¿Cómo sobrevivió sus primeros años de vida? ¿Quién le enseñó a cultivar el maíz? ¿Cómo se proveía con las herramientas necesarias para trabajar la tierra? Son cosas que nadie supo responder, y en su momento le atribuyeron tal obra a Satanás.

Tal vez jamás pensó que podía ir a otro lado, tal vez nunca imaginó que fuera de ahí las cosas podían ser diferentes. Lo cierto es que una noche salió de la casa abandonada con el cuerpo totalmente desnudo. Caminó con paso firme con una cuerda en la mano, buscó un árbol que le pareció apropiado, hizo un nudo alrededor de su cuello y puso fin a su vida.

Sucedió, sin embargo, un fenómeno curioso. Mientras la cuerda alrededor de su cuello cortaba el flujo de aire y le iba coartando la vida, Ángeles experimentó un gran alivio al sentir que abandonaba la vida y finalmente sonrió. Sus músculos tensos, ya sin vida, conservaron el cadáver sonriente de aquella mujer hermosa. A la mañana siguiente, cuando los primeros pobladores encontraron el cuerpo pendiente de un árbol pudieron contemplar su maravillosa sonrisa. Sus ojos, con la mirada fija, irradiaban todavía un hálito vital que sorprendió a todos. Estaban parados ante una auténtica obra de arte. Se escuchó pronunciar a algún muchacho del pueblo “ella no era fea”.

Los pueblerinos comprendieron que tal belleza no podía proceder de Satanás, que ese era un milagro de Dios. El artista del pueblo inmortalizó aquella imagen en un lienzo, aunque el pudor lo obligó a vestir la imagen con un hermoso hábito de color rojo, que simbolizaba la sangre de la víctima. A pesar de que Ángeles había elegido un árbol seco, casi tétrico, el artista dibujó un árbol frondoso.

Ella de alguna manera comprendió que había algo de eterno en la muerte y no quiso pasar desapercibida. Eligió ese árbol seco, porque en lo más profundo de su ser comprendió que ella era semejante a aquel árbol: Estaba de pie, pero no tenía vida; y quiso mostrar eso a quien tuviera ojos para verlo.


La tradición del pueblo erigió una iglesia en honor de la Ángeles Mártir, que murió colgada al defender fervientemente el cristianismo. Tuvo una vida de total entrega a Dios y vivió siempre para ayudar a su prójimo. El árbol en el que murió se cubrió de flores, fue una manifestación divina de la entrada de Ángeles a las puertas del cielo. El árbol da los frutos más dulces y más jugosos de todo el pueblo, sin embargo es una fruta sagrada y nadie debe comerla, pues esos frutos solo se ofrecen a Dios.